El mantenimiento de la paz y el proceso de negociación para una solución justa y digna al conflicto de Chiapas atraviesan por un momento de extrema fragilidad. Son inciertas las perspectivas de la más reciente iniciativa de la Cocopa, y no puede ocultarse el debilitamiento experimentado por esa instancia desde que el gobierno federal rechazó la propuesta de reformas legales elaborada por ella para recoger los acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígena.
A esta difícil coyuntura, caracterizada además por los enfrentamientos que ocurren en el estado, el intimidante despliegue militar y el descontento generalizado, deben sumarse, en mala hora, las aprehensiones y consignaciones, por parte de la procuraduría estatal, de cuatro luchadores sociales: los sacerdotes jesuitas Jerónimo Hernández y Gonzalo Rosas, y los campesinos Francisco González y Ramón Parcero, líderes de la organización indígena Xi Nich. El operativo se llevó a cabo con flagrantes irregularidades legales y en abierta violación a los derechos humanos de los detenidos, los cuales fueron severamente golpeados.
Para colmo, las imputaciones contra los religiosos y los luchadores sociales son por demás inverosímiles: se les acusa de haber participado en un enfrentamiento entre policías y campesinos en el curso de un desalojo y de ser responsables de la muerte, en ese incidente, de dos agentes. Todo ello, a pesar de los testimonios de que los detenidos no se encontraban en el sitio en el momento de los hechos y de que sus historiales los retratan como ciudadanos comprometidos con la causa de la transformación social por vías pacíficas y legales. En el caso de Jerónimo Hernández, existe una larga serie de acusaciones infundadas y de hostigamiento policial y judicial en su contra. Su encarcelamiento, el sábado pasado, parece ser un episodio más de la persecución política de que ha sido objeto.
Los atropellos cometidos por la dependencia chiapaneca que debiera procurar justicia obligan a recordar los tiempos de Absalón Castellanos y de Patrocinio González Garrido, cuando la represión contra quienes se atrevían a protestar, la fabricación de culpables y la impunidad de la policía llevaron a la virtual eliminación del Estado de derecho en la entidad. Los abusos de poder de esos años, cabe recordar, cerraron todo espacio de participación política y de protesta legal y persuadieron a importantes sectores de la lucha social pacífica de que, para transformar la lacerante realidad chiapaneca, no había más camino que las armas.
Hoy resulta alarmante y repudiable que el gobierno de Julio César Ruiz Ferro retome las prácticas mencionadas contra quienes aún pugnan por fortalecer las formas organizativas pacíficas, legales y abiertas de lucha social, y entre los cuales se encuentran los jesuitas y los dirigentes campesinos aprehendidos. Sus capturas introducen gravísimos riesgos para la viabilidad del proceso de pacificación.
En este contexto, resultan doblemente equívocas las declaraciones ayer del vocero del gobierno federal, Dionisio Pérez Jácome, en el sentido de que las capturas mencionadas son un asunto penal de la exclusiva incumbencia de las autoridades de Chiapas y ajeno al proceso de paz en esa entidad. La persecución de luchadores sociales plantea serias tensiones políticas en el convulsionado ambiente chiapaneco y ello resta, objetivamente, posibilidades al éxito de las gestiones pacificadoras. Además, lo dicho por el funcionario sugiere, erróneamente, que el Ejecutivo estatal, presidido por Ruiz Ferro, puede considerarse exento de participar en la solución del conflicto que estalló el primero de enero de 1994.
Si el Estado de derecho en Chiapas tiene aún vigencia, y si existe el propósito de incrementar las perspectivas de un arreglo pacífico, justo y digno para esa entidad, los detenidos del sábado deben ser liberados. Asimismo, debe investigarse y sancionarse a quienes urdieron y perpetraron el atropello.