Cuando la ingenuidad, la buena fe y la desinformación se conjugan generalmente se producen resultados desafortunados. Tal parece ser el caso de la nueva comedia de la certificación descertificada. La secuencia parece insuperable: en cuanto las autoridades mexicanas tienen evidencias, se procede a encarcelar a un general de división metido en asuntos de narcotráfico. Haciendo caso omiso de la oportunidad, y procediendo bajo una muy sana buena fe, los altos mandos decidieron abrir un proceso judicial muy costoso en términos políticos. Este hecho, producto de la buena fe, sin embargo logra enrarecer el clima político y las percepciones que sobre México tienen los congresistas norteamericanos. Finalmente el presidente Clinton otorga la certificación en medio de una secuencia de rumores que sugerían un desfavorable intercambio de favores para nuestro país.
Más adelante, y como una manera de exacerbar ánimos y, para variar, sin una información confiable que diera cuenta de lo tratado, llegó de visita a México la plana mayor del combate al narcotráfico en Estados Unidos. De manera paralela, en Washington diversas voces alertan sobre el nuevo microscopio que nos vigila, sobre la facturación de una crisis política, o sobre la pertinencia de no retirar apoyos. El tono no varía: son las disquisiciones del perdonavidas. Dicho de otra manera: en la construcción de la trama, con todas las estaciones de paso que ha tenido, se pueden reconocer, no sólo los tonos imperiales de quien se sabe poseedor del mando del sartén, sino los cálculos pragmáticos de quien sospecha que puede obtener más en la negociación. Ese es el punto.
Y en el camino los límites se han perdido. Congresistas y autoridades norteamericanas se sienten autorizadas lo mismo para pedir mayores concreciones para la cooperación antidrogas, que para calificar la filiación política de sus socios mexicanos. Entendiendo la debilidad de su contraparte mexicana, pueden jugar el juego de las filtraciones sin que las autoridades nacionales respondan con contundencia, o bien pueden recordarnos en boca de un congresista la capacidad para hacer juicios sumarios sobre el sistema político. A la comedia todavía le quedan muchos episodios incómodos: esta semana el pleno de los representantes discutirá la resolución de la comisión de relaciones internacionales. En la ruta legislativa todavía habrá que oír al Senado y la posibilidad de Clinton de vetar las observaciones.
En el camino se seguirá hablando (y espero que ahora sí desmintiendo de manera tajante) de las concesiones que habría hecho del gobierno de México para obtener la gracia presidencial norteamericana. De manera paralela, un juzgado de Texas llevará uno de los juicios más escandalosos en contra de la clase política mexicana: la arenga oficial en contra de Mario Ruiz Massieu.
Acaso será obra de la globalización, pero más que sorprender los alegatos y visiones de ciertos norteamericanos, lo que cuesta trabajo entender es la falta de contundencia de las respuestas mexicanas. Las vacunas para ayudar a combatir enredos siguen siendo apelar con firmeza a los principios (que por lo demás hoy siguen convocando a todos los actores políticos), pero también contar con una política de información que deje de insistir en tratar a los ciudadanos como menores de edad. Un riesgo de olvidarse de la sana distancia y llegar incluso a partidizar los asuntos de Estado es que, llegado el caso, los apoyos para la agenda estratégica de Estado se crucen con consideraciones partidistas. Ojalá no llegue el día.
Pero por lo pronto, un hecho que parece consustancial a los nuevos tiempos es que una buena parte de la agenda política nacional se ventile en juzgados foráneos o en los pasillos del Poder Legislativo de nuestro vecino del norte. Los escándalos por venir pueden no tener límites. Que Dios nos agarre con amparo, frase de un buen amigo, pudiera ser la consigna para estos tiempos.