El principal problema de la certificación o descertificación de Estados Unidos a México en materia de combate al narcotráfico, no es la actitud insolente de la potencia vecina al arrogarse esa facultad, pues finalmente no hace sino defender, de acuerdo con su arrogancia imperial, sus intereses en materia de drogas.
El problema más importante tampoco es que una distorsionada óptica sobre el narcotráfico soslaye un axioma de la economía de mercado: si existe demanda, la oferta tenderá a satisfacerla, es decir si hay consumidores de droga que defraudan, roban y hasta asesinan para adquirirla, habrá proveedores que la produzcan, la transporten y la hagan llegar al consumidor. Y en esta cadena participan bandas y ciudadanos de Estados Unidos, aunque el gobierno y ese monstruo de cientos de cabezas que es el Congreso de ese país actúen como si los únicos delitos de la cadena los cometieran quienes la producen y la transportan, o sea, los malvados extranjeros que en sus ansias de riqueza fácil no dudan en intoxicar a los inocentes citizens de Iuesei.
El problema más grave tampoco es el juego de valores entendidos entre el Capitolio y la Casa Blanca por virtud del cual el primero --mediante un proceso que difícilmente llegue a su culminación pero asusta a algunos-- da armas a la segunda para presionar a México en asuntos lesivos a la soberanía nacional. Vamos, el problema primordial no es tampoco que Madeleine Albright quiera ponernos bajo el microscopio ni que el senador Ernest Hollings pretenda desaparecer al PRI.
El problema principal es la débil respuesta de los poderes Ejecutivo y Legislativo de México --limitada a declaraciones más o menos enérgicas-- ante todos esos actos de extraterritorialidad y descarado intervencionismo en asuntos que son de la exclusiva competencia de los mexicanos.
Si esos poderes obraran conforme al rechazo generalizado a la mentada certificación, sin duda las cosas serían de otra manera. ¿Por qué hemos de darle importancia a algo que rechazamos? ¿Qué nos importa si nos dan estrellita de buena conducta o no? ¿Que puede haber consecuencias económicas? Bueno, afrontémoslas por duras que fueran. Para países como el nuestro, téngase por seguro, la soberanía no es gratuita. Pero, también téngase por seguro, los frutos de hacerla prevalecer compensarán con creces, a mediano plazo, el mal trago inmediato.
Hasta ahora, la respuesta mexicana, pese a su pretendida energía, ha sido como el piar de un pollo recién salido del cascarón frente al rugido del monstruo, y esto a pesar de que en el Capitolio hay quienes pretenden desaparecer al partido del Presidente y de la mayoría legislativa.
En realidad, de unos y otro, del Congreso y el Presidente mexicanos, se requiere mucho más que verbo y retórica. Hace dos semanas se elogiaba en este espacio la valerosa acción del mandatario al encarcelar sin miramientos a un general acusado de vínculos con el narcotráfico. Hoy es preciso deplorar su blandura frente a la arrogancia imperial y sus cónsules.
Una conducta congruente con el Zedillo de hace dos semanas habría sido, por lo menos, despedir con cajas destempladas a los enviados de la potencia del norte --Barry McCaffrey y compañía-- y emprender una defensa, con hechos, de la soberanía nacional. Los primeros actos en este sentido debieran --deben-- ser el no rotundo a los agentes armados de la DEA, a la persecución en caliente y, en particular, a las demandas estadunidenses de extraditar a los narcotraficantes. ¿O debemos olvidar las oleadas de terror y muerte que los llamados extraditables produjeron en Colombia?
Un segundo acto podría ser el no aceptar la ayuda de Estados Unidos a México para luchar contra el narcotráfico, a menos que esté libre de cualquier condicionamiento.
De cara a la soberanía, no puede someterse al juicio externo el hecho de que se luche bien o mal contra los narcotraficantes, tampoco si la justicia es buena o no, o si la policía es corrupta o no. Todos éstos son asuntos que conciernen a los mexicanos exclusivamente y, por tanto, a nosotros toca resolverlo. Ningún extranjero tiene derecho a exigirnos que lo hagamos ni a certificarnos. Y el gobierno mexicano debe actuar en consecuencia. Digo, un gobierno que no quiera ser pollo ante el monstruo.
Según el general Enrique Salgado Cordero, los policías capitalinos fueron a un campo militar a aprender el respeto a los derechos humanos (Míriam Posada, La Jornada, jueves 6 de marzo de 1997, p. 39). En esa lógica, ¿habremos de ver a militares en la CNDH recibiendo un curso sobre tácticas de combate?.