Cuando uno ha sido joven, duelen los ojos de acordarse. Es como acordarse del futuro de repente, una rápida epilepsia que enseguida pasa, y deja la sensación, equívoca como el amor, de haber estado siempre, aunque no sea cierto. Nunca es cierto.
Primero aparece tras los setos que rodean el encinar el niño de las mejillas tatuadas en espiral. Lleva de las riendas un caballo de palo que con la cola deja rastro en la vereda. Hace pensar en un niño antiguo: su cabeza cubierta con un cucurucho de periódico, evoca una época del siglo en la que no estaba perdida la inocencia. Cuando se echaban barquitos de papel en los estanques y las fuentes.
Detrás, más despacio y, por así decirlo, sin trotar como el niño, sale ella.
En el juego de espejos de los recuerdos, a veces cabe la duda de si los rostros son los mismos, o uno los esculpe y cambia, por inspiración y por olvido.
Quién sabe si el rostro que le viene de ella corresponde con el original. También sucede que nadie ve el mismo rostro dos veces. Cuando en la posteridad se contempla la memoria, opera la subjetividad de otro momento. Nada más proteico que los rostros de una mujer largamente mirada bajo todas las luces y en la oscuridad.
En la distancia, parecía mayor. Empieza por creer que es la madre del niño de las mejillas tatuadas. Al aproximarse, ve que en todo caso es la hermana mayor.
El niño cabriolea en su corcel y evita los proyectiles mortíferos que le arroja un enemigo que sólo él ve. No se deja matar ni una vez.
Ella muestra tal desinterés por las batallas del niño que él ya no aseguraría que vienen juntos. Quizás por casualidad coincidieron sus pasos en el parque desierto.
Ella llega hasta él y se detiene a mirarlo como se mira un tigre enhaulado, con ese descaro. El no acierta a sonreír, decir algo o seguir leyendo el periódico que no leía.
Ella muestra un creciente interés, se arrima unos pasos para verlo mejor. El empieza a nerviosear, pero eso a ella la tiene sin cuidado. ¿A quién le importa la opinión de los tigres en el zoológico, a quién le importa interrumpirles su siesta permanente para hacerlos rugir de desesperación?
Ella parece dar por hecho una línea infranqueable, cual si en efecto la separaran deveras unas rejas. En todo caso, queda allí largo rato. El la mira fieramente, pero a ella los tigres no le inspiran temor.
Ella tiene un rostro hermoso. Sí, deveras. El rostro que él recuerda. Duro, blanco pero no pálido, ensombrecido por unas ojeras tan bien puestas que no parecen de desvelo, sino esplendor de la sangre mora. Mira como mujer madura. Su atavío es el de la pobreza: un sayal blanco, deshilachado, indiscreto, y un par de raídas sandalias pardas.
En algún momento, por fin, sus ojos se encuentran. En ella no hay reconocimiento humano, lo mira como a una piedra. El siente una natural inclinación a tocarla, a conocer la voz que sale de esos labios pronunciados. Pero le falta existencia para ello. Descubre su reclusión en la banca de hierro que lo inmoviliza.
Minutos y más minutos. El niño jinete ya viene de vuelta, invicto. Ella, impasible, dilata su contemplación; tal vez piensa otra cosa.
Inés --llama el niño--.
Inés parece salir de un trance, o despertar de la distracción y va hacia la vereda. Se alcanza a oír al niño de las mejillas tatuadas, frenando su trote para que lo alcance Inés:
--¿Qué era?
--Un viejito, responde ella.