En mi última entrega intenté mostrar un ejemplo más de los modos en que la política del Estado se sustenta sobre el pánico que obliga a los individuos a buscar su propia salvación a costa de la de la comunidad. Hablé de los desempleados, de los aspirantes a las instituciones de educación media superior y de los adolescentes. Todos ellos parecen ser grupos especialmente débiles o marginales.
Sin embargo, el mismo fenómeno se reproduce y en esta ocasión intento mostrar que se presenta, casi con las mismas características en uno de los grupos de la sociedad mexicana más privilegiados: se trata de los universitarios, con doctorados y plazas, trabajos publicados y tesis dirigidas y revestidos de todos los hábitos propios de la academia (en la academia, también, ``el hábito hace al monje''), los profesores y los investigadores ya no sólo tienen que enfrentar las fronteras del conocimiento y de la creación sino, que deben informar, humildemente y humillados, como si fueran una bola de vagos que intentaran robarse los subsidios que la nación otorga a las universidades y a los centros de investigación. Toda afirmación de inocencia debe ser cuidadosa, minuciosa, obsesivamente, documentada y con varias copias, se deben anexar declaraciones de principios, autoevaluaciones, opiniones de pares, documentos probatorios, confesiones de parte y un breve resumen de la metodología que los profesores han utilizado para impartir sus cursos.
Frente a esta humillación colectiva, se alza la espada amenazante de que los estímulos, los fondos del PRIDE del PAPIIT, del PADEP y de una serie interminable de siglas y formatos, nos sean negados o que nuestros salarios se contraigan brutalmente. Después de todo, hoy en día, lo que antes llamabamos salario forma una parte bastante despreciable de nuestros ingresos totales; la joya de la corona es el SNI, la marca de la opresión, nuestra estrella amarilla.