La ciencia biomédica, desde la revolución bacteriológica del siglo XIX y la investigación molecular de la segunda mitad del XX, ha reorientado su enfoque hacia el mantenimiento de la salud más que al estricto combate de las enfermedades. A partir de Pasteur, Lister, Claude Bernard, Jenner y Metchnikoff sabemos que es de mayor trascendencia prevenir, es decir vacunar, instalar drenajes, hervir el agua, lavarse las manos que espantar una y otra vez los demonios de la enfermedad, hasta que el cuerpo aguante. Si la Medicina adquirió el reconocimiento de ciencia, lo hizo gracias a la revolución bacteriológica, aprendiendo a diseñar modelos coherentes para explicar los fenómenos biológicos y actuando en consecuencia. Si queremos justificar una práctica diagnóstica o de tratamiento en la actualidad, tenemos que demostrar (a la comunidad médica primero y, por supuesto, a la sociedad en conjunto) que la estrategia es superior a las que están en boga y que resulta más eficiente, más barata y menos dañina. Los experimentos clínicos validados científicamente objetan por norma toda observación que no esté controlada y libre de sesgo o subjetividad. Es decir, que cuando me tomo una aspirina para el dolor de cabeza o me someto a un tratamiento con macrólidos para aliviar una infección respiratoria estoy probando que esto es mejor que no hacer nada, o beber agua bendita o bailar bajo la luna.
El cúmulo de verdades científicas está obligado a trascender la barreras del tiempo, las creencias e incluso los actos de buena fe.
Las campañas de vacunación masiva surgieron como una necesidad científicamente probada para evitar diseminación de infecciones y muerte infantil. Es un logro social que ha mejorado la calidad de vida de millones de seres humanos, que ha salvado incontables vidas de ganado vacuno, animales domésticos y fauna silvestre. Tan es así, que es pertinente dudar y pensar dos veces si me sujeto a un tratamiento cuya utilidad no ha sido probada antes, sin sesgos, sin manipulaciones, en cientos o miles de personas. Pero es natural que nos dejemos influir por amigos, la prensa, el sensacionalismo y hasta por los charlatanes en busca de soluciones mágicas a nuestros problemas y padeceres. La fe mueve montañas, o cuando menos, por ilusión óptica, parecen desplazarse. Pero la ciencia no puede darse esos lujos, tiene que demostrar universalidad, honestidad, imparcialidad y objetividad en cada uno de sus actos porque la hemos hecho responsable de nuestra salud, de la explicación y congruencia de los fenómenos naturales, de la agricultura, de nuestra economía doméstica y la global. La ciencia tiene que estar ahí para dormir tranquilos e iluminar nuestros sueños, un mundo sin adelantos o compromisos científicos sería tanto como volver al oscurantismo medieval.
Paradójicamente, la ciencia nos ha enseñado que lo que caracteriza mejor nuestra existencia es nuestra condición de mortales. No hay un principio único que explique todas las complejidades de la vida --decía Pascal. Pero la muerte nos hace preciados y patéticos.
Cada evento, cada comunicación, cada pensamiento puede ser el último, el que selle nuestra memoria en los otros. El valor de la vida radica en su propia precariedad, en lo falible y errático de nuestras funciones corporales, en esa unicidad que confiere la individuación y el instinto de muerte. La ciencia nos ha permitido reconocer también que un organismo vivo es un sistema inestable forzado a intercambiar energía de hecho a consumirla constantemente para subsistir. Desde las bacterias, amenazadas con reventar si cambian las condiciones fisicoquímicas de su microambiente, hasta los mamíferos como nosotros, acechados por esas mismas bacterias, sus mutaciones inesperadas o su desequilibrio ecológico. Todos estamos a merced del entorno, las potencialidades de cada componente de la Naturaleza están limitadas por la entropía y las necesidades bioenergéticas de otros componentes.
Morir es el privilegio, o el diezmo que hay que pagar, para recuperar la homeostasis del torrente de nuestra herencia biológica. Esto también permite explicarnos que la mayoría de las culturas aprecien el deseo de la inmortalidad, el anhelo de la subsistencia más allá del derrumbe corpóreo. Sin la certeza de la muerte, sin la conciencia de que podemos transponerla (escribiendo, creando, enamorándonos, haciendo ruido en el vasto océano del silencio cósmico), la vida tendría poco sentido. Seríamos un elemento más, uno de tantos millones de bacterias que nos colonizan, con un propósito sólo relevante por la simbiosis de perdurar. La ciencia médica nos ha sido legada para enfrentar la muerte, para saber que hacer con nuestras vidas y para preservar lo más sagrado de nuestra especie, que es la inteligencia y el conocimiento.
Es un error minimalista ver la vida como una amalgama de funciones y órganos que respiran, fluyen, consumen y excretan, porque este movimiento es apenas el principio activo, individual, de un intercambio energético que es el metabolismo, la infinita metamorfosis del universo natural tal como nos lo ha mostrado la Ciencia. Y ese instante de reposo absoluto, que llamamos muerte, que lloramos y recordamos y tememos, es sólo el inicio de un proceso de putrefacción y recomposición.
Quizá lo único que nos salva de ese destino improbable de la disolución total es la convicción de que cada ser humano, cada criatura viviente guarda un profundo secreto y un misterio inaccesible para todos los demás.