La prostitución y la poligamia, complejos inventos masculinos amasados en la confusión idealista de milenios, datan de la esclavitud. De cuando por su condición de sierva o esclava y para salvar el pellejo, la mujer se veía obligada a elaborar un sentido del pudor tan enredado como su contracara: el arma subterránea de la hipocresía, propia del ser sometido y humillado.
Una hipocresía que a su vez daba respuesta a la del género opuesto, que con su ``bendición'' tras cada alumbramiento obligaba a la mujer a retornar a la tiranía externa de hijos, esposos, hermanos y padres.
De la Edad Media proviene el horror al sexo. la idea de ``mujer pura'' es una perversión histérica engendrada por el asco del hombre a su propia sexualidad envilecida. De la época datan las pinturas que, para combatir las herejías, adornaron las iglesias. En ellas, Dios es un venerable viejo con barba. Nunca una anciana de blanca melena.
El conocimiento se transmitía de un modo complejo y rebuscado. No sólo se le negaba el saber a la niña y a la mujer. Simplemente se las ignoraba. Para opinar había que hablar en latín. Cualquier otra posibilidad era obra del demonio.
A las damas sólo les correspondía cumplir con sus obligaciones: evitar las tentaciones, rezar, cantar, esperar. La sublimación de la mujer-esposa y de la mujer-madre adquirió una dimensión difícil de concebir en nuestros días. El cinturón de castidad fue uno de los bienes más apreciados por los caballeros. Su diseño era tan complejo que las mañas de los soldados encargados de la custodia resultaban inútiles.
En tales circunstancias nació el amor galante, cortés, ``platónico''. Los poetas y estudiantes, siempre sin un centavo, inventaron un nuevo oficio: el trovador. Al pie de los balcones, ateridos o acalorados y casi siempre hambrientos, los juglares entonaban canciones de alabanza al duro caballero que hacía rato había marchado. Hasta que muerta de sueño la dama arrojaba unas monedas y se iba a la cama, sola. Si en vez de monedas tiraba un pañuelo, el trovador enloquecía o terminaba sus días penando de amor.
Reír, gozar, mirar a los ojos, preguntar, exteriorizar los sentimientos, tocar el cuerpo propio o ajeno eran actos instigados por el demonio. Presa del puritanismo, cargada de culpas inmemoriales, la sexualidad femenina quedó como nunca atrapada en la ergástula del cinturón de castidad.
La imposibilidad de higienizar las ``partes nobles'' causó estragos en su salud. La mujer sólo podía sentir vergüenza y acatar la disciplina impuesta por padres, hermanos y esposos. La virginidad y el matrimonio, último de los sacramentos, fue motivo de arreglo pecuniario. La vida privada, un castillo inexpugnable fuera del cual deambulaba suelto y en las tinieblas, el diablo de la carne.
En las pequeñas ciudades del medioevo, los hombres que empezaron a disputarle a la patrística el absolutismo intelectual solían reunirse en los sitios más seguros de su comarca: las chozas o cuevas de los bosques en donde por lo general vivían mujeres solas, viejas o despreciadas por su vida independiente y sus muchos ``pecados'': las brujas. Estas sobrevivían de curar a los pobres con yerbas y otros menjunjes. Pero el vulgo las temía; la Iglesia aseguraba que ellas tenían pacto con el diablo. A medida que el orden feudal se fue resquebrajando y la represión eclesiástica entró en acción, las primeras que marcharon a la hoguera fueron las brujas.
El valenciano Juan Luis Vives (1490-1540) incursionó en el tema. En los tres siglos siguientes, su libro Instrucción de la mujer cristiana fue el referente moral de la familia hispana. Fray Luis de León (1527-1591), el mayor humanista del Renacimiento español, publicó en 1583 La perfecta casada. Su ideal de esposa fue inspirado por ``La perfecta ama de casa'', (cap. 31, Proverbios) que dice: ``Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho. Le produce el bien, no el mal, todos los días de su vida''.
En cuanto a la vida doméstica, un viajero inglés cuenta que los italianos de finales del siglo XVI se las arreglaban tan bien para estar libres del matrimonio que tomaban esposa, ``voluntariamente o por persuasión'', para continuar su estirpe, ``con la seguridad de que la esposa y el honor de ésta serán respetados por el resto, aparte de sus liberales contribuciones a su mantenimiento, con el fin de tener libertad para gozar de las mujeres en general''.