La Jornada Semanal, 9 de marzo de 1997
La narración por excelencia, que precede a todas las
demás, las posibilita y las subyace, que asoma entre las otras
de vez en cuando como un gran mamífero marino, emerge de
repente para respirar en medio de un cardumen centelleante y viscoso
de peces menores, es la narración de la aventura. Porque es la
aventura lo digno por antonomasia de ser contado y es ese cuento el
que despierta la atención que luego tantos otros relatos de
diverso corte sabrán aprovechar. Llamo aventura a la gesta del
héroe aventurero: una saga de peripecias en las que un mortal
desafía la rutina de la mortalidad y vive por un breve o largo
momento ųsiempre sólo un momento, empero, porque en la
aventura no cabe instalarseų sin ceder al miedo, a la renuncia o
al lamento. Los demás, los que vivimos asustados, renunciando y
quejándonos, queremos escuchar la crónica de ese hermano
insólito para estimularnos con su triunfo aun si culmina en el
desastre de la muerte, pues la muerte del aventurero parece rescatada
por lo que la precedió. Tanto esa muerte como esa vida
pertenecen al ámbito del coraje, en el que nada resulta
totalmente fallido y hasta la más ciega necesidad se alza en
destino.
Pueden no ser individualistas todos los aventureros, pero al menos son declarada y notoriamente individuos, por mucho que se agrupen. La aventura es siempre personal o no es aventura, sino incidente o accidente. Meterse en aventuras supone individualizarse, fraguarse una personalidad, salir del rebaño. Uno puede salirse del rebaño solo o acompañado de otros cien mil, porque lo propio del rebaño no es el número ųhay rebaños de uno y muchos de dosų sino la mentalidad: friolera, ahorrativa, resguardada. Los aventureros se van siempre del rebaño, se oponen a él: son inevitablemente egregios. Hay muchas formas de llegar a la aventura. Los unos la buscan por curiosidad o por la inquietud rebelde de su carácter, otros la asumen bajo presión de una vida inclemente, implacable, pero que siempre es vida y por tanto estímulo genial para quien sabe aprovecharla (los jóvenes protagonistas de A través del desierto de Sienkiewicz, por ejemplo, o el capitán de quince años cuya crónica maravillosa escribió Julio Verne). Lo único que sabemos de cierto es que el protagonista debe aceptar inequívocamente su aventura, sea sonriendo ilusionado o refunfuñando. Uno puede ser aventurero por cualquier motivo menos por inercia o por descuido. En cambio, es muy posible verse arrastrado por una aventura menor a otras mayores: cada aventura asumida predispone a otras, las atrae, las desencadena. Es arte difícil ser moderadamente aventurero...
Hay aventureros moralmente inocuos, que ni desafían ni defienden los valores de la comunidad a la que pertenecen: son los que se miden ante todo con el obstáculo por excelencia, la naturaleza, y viajan, exploran, escalan, cazan, navegan, bucean, arrostrando de mil maneras lo inhóspito y agresivo de nuestra madrastra. En otras ocasiones, el aventurero es un paladín de su grupo (familiar, tribal o nacional, incluso de la humanidad entera) y lucha contra los enemigos externos o internos que lo amenazan. Este tipo de aventurero llega a convertirse en héroe y quizás alcance finalmente la dignidad de jefe, por lo que a su evidente utilidad une no menos evidentes peligros: una muerte gloriosa y temprana le es siempre favorable, según dejaron hermosamente dicho poetas épicos griegos como Homero o Simónides. Pero se dan también aventureros de otro modelo, aventureros del lado de sombra de las sociedades, perturbadores, dañinos, destructores, que transgreden sin titubear las leyes o introducen el desorden de su entropía audaz en el cosmos pacífico al que se acoge la mayoría. No me refiero, claro está, al fuera de la ley que se enfrenta con un orden injusto para reivindicar los derechos de los suyos, como Espartaco, ni al bandido generoso estilo Dick Turpin que remedia con lo que roba a los ricos la menesterosidad de los pobres, ni al justiciero enmascarado ųhay muchos en las crónicas, demasiadosų que castiga sin remilgos jurídicos la prepotencia astuta de los enemigos de los débiles.
No, hablo de auténticos ladrones por interés propio, como el Raffles de Hoffnung, incluso de asesinos como el Ripley de Patricia Highsmith, o de seductores sin escrúpulos, como el don Juan de Tirso, de Molière y de Zorrilla. O de pistoleros, como Billy the Kid. Son aventureros que causan daño y dejan tras de sí un reguero de víctimas que deberían despertar en los lectores más simpatía que ellos pero que sin embargo rara vez lo logran. Se prefiere en cambio la energía de esos diablos, su capacidad perversa de pasar por encima de convencionalismos cuyo beneficio aceptamos sin embargo como indudable. No quisiéramos tropezar con ellos pero nos alegramos de que existan de vez en cuando. Es como si para soportar mejornuestra domesticidad necesitásemos también sentir cierta complicidad puntual, estética, con los indomables. Ellos nos muestran los riesgos pero también la osadía que hemos sacrificado para obtener la continuidad normativa en la que prosperan los negocios y crecen nuestros hijos. Como nos enseñó Aristóteles respecto a los protagonistas trágicos, profesamos hacia estos aventureros aciagos una mezcla de piedad y de temor; piedad porque derrochan con obstinada generosidad el ímpetu sobrante de la sociedad que les excluye, temor porque en el fondo nos gustan aunque su desplante sería fatal para nosotros, los que solemos pastar en rebaño.
Contar la historia de estos aventureros transgresores presenta literariamente dificultades especiales. Es preciso conservar sin idealizaciones ni excusas oportunistas la dimensión asocial e incluso brutal del personaje, pero con la habilidad de no hacerle tan repelente como para que el lector rechace cualquier identificación simpática con él y su destino. Si nada nos une emocionalmente al protagonista de la aventura (ni siquiera la admiración por su coraje o su destreza) seguiremos sus peripecias con más impaciencia que interés; desearemos el desenlace en lugar de temerlo, que es el más inequívoco síntoma de fracaso en un relato de este género. Por otra parte, el cronista debe superar la tentación moralizante de pretender edificar a los lectores por medio de las desventuras o castigo final del aventurero, no digamos ya de su arrepentimiento postrero (aunque es lícito que utilice la coartada del ejemplo moral a contrario para despistar a la censura en épocas intolerantes, o serenar irónicamente la conciencia de los hipócritas, como suelen hacer Sade y otros autores pornográficos). Ninguno de los comentarios edificantemente vengativos de las amantes burladas por don Giovanni que cierran el libreto de Da Ponte para la ópera mozartiana, pueden borrar de nuestros oídos el fiero "šSuelta, viejo fatuo!" con que el burlador repudia in extremis la mano del comendador que puede salvarle del infierno si acepta arrepentirse. Pero también debe el narrador evitar convertir a su protagonista en una especie de santo de la inmoralidad, entendiendo ésta como una serie de valores más auténticos que los comúnmente admitidos, o denunciando las lacras nunca escasas de la sociedad que le condena. El personaje asocial tendrá inevitablemente su propio código, pues sin código mejor o peor nadie puede vivir ni, sobre todo, actuar de forma mínimamente relevante; pero si ese código sin otra sanción que la individual se propone como preferible al vigente, o al menos como una alternativa plausible, la idiosincrasia luciferina y trágica del aventurero queda neutralizada para convertirlo en un reformador de las costumbres aún lamentablemente incomprendido, o en un crítico del sistema vigente. Sus radiantes fechorías se degradarán en arengas y perderá el estado de gracia del rebelde, que no consiste en apuntar nuevas convenciones sino en desobedecer en su provecho las reinantes. Quien cuente la aventura de uno de tales diablos debe saber conservarle juntamente fatal y atractivo, comprensible aunque no justificable, enemigo de la mayoría y amigo de pocos pero sobre todo de sí mismo, lo cual le emparienta por cierto con la índole secreta de todos los demás y le vincula sin avasallarle con la razón última del orden establecido.
Ramón J. Sender es el gran narrador español de la posguerra, el más puro y sólido, el más sobrio, el más intenso, el más dramático también, entendiendo el drama ante todo como conflicto ético en determinadas circunstancias históricas. Su prosa no gorjea ni se entretiene con lo juguetón o con esa subespecie de lo juguetón, el lirismo de oficinista que cuela metáforas domingueras entre fieles transcripciones de exabruptos callejeros para inflar así lo que alguno tomará por estilo actualísimo de alto coturno. Al menos en dos ocasiones eligió Sender como tema narrativo la crónica verídica de las andanzas de un aventurero del género aciago que antes se ha descrito, en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y en El bandido adolescente. Es la lectura de esta última la que motiva las reflexiones de la presente ponencia.
El bandido adolescente cuenta la vida y andanzas de un personaje real que se apoderó de la imaginación popular, Billy the Kid o Billy el Niño, como solemos llamarle por aquí. La novela pertenece a un género también eminentemente popular, el del oeste y sus pistoleros, que ha tenido cultivadores de gran éxito público y poca aceptación entre los críticos literarios menos condescendientes: los que fuimos muchachos hace más de treinta años no olvidamos las historias de aquel minucioso dentista de Nueva York, Zane Grey, o de José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía entre los autores de nuestro país. Las novelas de género tienen una serie de rituales y convenciones que el aficionado exige sin remilgos pero que mecanizan un tanto el relato, encorsetando al escritor, aunque quizá de manera no más grave que el metro y la rima del soneto encauzan al poeta que lo elige como forma para sus versos. Por eso hay que mirar con cierta desconfianza las incursiones de los novelistas considerados "serios" por la crítica, los de primera A, en el ámbito deliciosamente claustrofóbico de la literatura policiaca, del oeste o del terror. Cabe temer que se sientan por encima de su tarea y que pretendan hacer "mucho más" que una simple novela de género (lo que para el lector aficionado suele ser en realidad "bastante menos"), o que se plieguen a sus normas implícitas de forma obsequiosa pero falta de soltura. En general, es difícil que se resignen a no incluir algún morceau de bravoure que ofrezca muestra fehaciente de la amplitud de sus facultades, transitoriamente constreñidas por los requisitos formales del género elegido. El malentendido cultural que supone al Premio Nobel más capaz de escribir una buena novela policiaca que a Conan Doyle o Patricia Highsmith (quienes nunca podrían ganar dicho galardón precisamente por su aptitud para escribir novelas policiacas) es pariente próximo del error que supone al superdotado Plácido Domingo mejor intérprete de corridos que Jorge Negrete o mejor cantor de tangos que Gardel, incluso primo lejano del que busca los más suculentos bocadillos de calamares en restaurantes de cinco tenedores en lugar de en bares modestos pero especializados.
La incursión de Ramón J. Sender en la novela del oeste es modélica por su forma de lograr a través de una sabia modestia de estilo la máxima agilidad eficaz en la narración. El bandido adolescente supera en efecto a la mayoría de las obras del género pero no desentona nunca pedantemente con él. Puede satisfacer por igual a un entusiasta de Zane Grey y también a cualquiera de los más exigentes lectores del propio Sender.
El encanto de este libro proviene a mi juicio de que sabe ser juntamente veloz y detallista. Está contando con una prosa rapidísima, impresionista, que no se enmaraña en largas descripciones pero que va surtiendo su efecto en el lector por la superposición de breves impactos que cercan el suceso que se pretende contar en lugar de remansarse en él directamente. La muerte de un personaje importante sólo se menciona en tres palabras, pero viene acompañada de frases secas y leves que aluden a lo polvoriento del camino en que murió o al comentario alarmado de un transeúnte que presenció la refriega. Se consigue así una visión más intensa y desolada del suceso, al igual que la sensación del vértigo de lo irremediable que todo lo arrastra como un viento tenaz. El propio personaje de Billy está descrito del mismo modo, con simples avisos tajantes que a veces apuntan a lo esencial de su carácter, y otras a una circunstancia menor pero relevante en un momento concreto de la historia. Se hace hincapié a trechos en la condición perpetuamente juvenil del pistolero, en su personalidad de puer aeternus, por utilizar la terminología jungiana. Al principio se nos advierte que "usaba el Kid su revólver como un juguete rápido y eficaz"; más adelante, aprendemos que Billy "tenía la misma afición que tienen ahora los niños de todas partes a jugar a los indios, con la sola diferencia de que los revólveres despedían plomo caliente y en aquellos juegos los muertos no volvían a levantarse"; más tarde, su acelerado tiempo se va cumpliendo y entra "en una clase curiosa de vejez: la vejez de su adolescencia"; cuando la bala traicionera de Pat Garrett le hiere justo encima del corazón, partiéndole la aorta, "Billy cayó al suelo y se le oyó respirar y toser unos segundos como un niño que se ha atragantado bebiendo leche. Luego el silencio para siempre".
Marcado así por el signo de la perpetua inmadurez, Billy se caracteriza por otros dos rasgos que determinan su impacto en la imaginación de quienes le conocieron: su coraje y su jovialidad, siendo esta última algo así como la manifestación gozosa de aquél. "Bebía y reía ųcuenta de él su enemigo y ajusticiador Pat Garrettų, cabalgaba y reía, hablaba y reía [...] mataba y reía también. No eran risas insolentes ni carcajadas histéricas, sino expansiones casi infantiles y pequeños gorjeos de alegría. Aquellos gorjeos de Billy eran a veces el último rumor que oían sus víctimas, sin embargo." En cuanto al coraje, Billy fue un valiente pero no un valentón, que quizá sea lo opuesto. Había más cordura que romanticismo en su coraje: pensaba con razón que valiente es quien dice la última palabra, no la primera, pues ésta suele pronunciarla casi siempre el tonto. "Nunca sacó Billy el revólver en vano ųdice Senderų aunque siempre mató de frente." Sin embargo, después sabremos que al menos en una ocasión el Kid mató por la espalda y que ese reproche le ha de perseguir más que sus otros crímenes. Es un buen detalle narrativo de Sender esta contradicción, como si en las primeras páginas de la novela se nos contase lo que Billy siempre quiso ser y luego el relato nos decepcionara un poco, al modo en que suele portarse la vida. Aunque su valor no tiene nada de suicida, la veta caballeresca de Billy se mantiene viva gracias a su culto a la lealtad, que "era una de las normas de Billy que se podía considerar innata en él. Y no esperaba forma alguna de reciprocidad, ya que se pagaba a sí mismo que había aprendido tal vez de su madre cuando ella le hablaba de los caballeros de la Tabla Redonda". Esta fidelidad a los amigos es el eje de su relación ambigua y humanísima con su antiguo compañero Jesse Evans, su "amigo mortal" (en parejo sentido a cuando se habla de "enemigos mortales"), que podría haber sido su víctima o su verdugo pero finalmente será su vengador. El Kid se crió sin padre, aún peor: con padrastro, envuelto en los soñadores cuentos irlandeses de su madre como por las alas débiles pero mágicas de un hada. Su carrera de pistolero comienza de muy niño, ajustándole las cuentas a uno que le ha faltado a su madre; después, culminará su trayectoria castigando a los responsables del asesinato de otro inglés, Tunstall, quien por la amplitud de su cultura pero sobre todo por su madurez humana se había convertido en una especie de sustituto ideal del padre. Aunque Sender señala que "tenía Billy un sentido de solidaridad que no era de familia ni de clan sino de especie humana, excluidos los indios", lo cierto es que mostró ante todo fiero apego por los suyos, por los ancestros europeos caballerosos, inquisitivos y científicos de los que quiso descender por vía materna y paterna, lo cual no le impide ųsino todo lo contrarioų experimentar constante simpatía por la gente hispánica con la que se codea en sus vagabundeos por Texas y Nuevo México, herederos algo maltrechos de aquellos terribles aventureros del siglo XVI que intimidaban a sus enemigos rugiendo: "Me vais a soñar, hijos de puta."
No hubiera estado de acuerdo Billy con el título que Sender pone a su crónica: El bandido adolescente. Protestaba el Niño diciendo que él no era ningún ladrón pues "el que pone limpiamente su vida en la aventura ese no es ladrón, sino guerrillero o conquistador". Sin embargo, el narrador no edulcora a su personaje, que además de aventurero es también ladrón, asesino y no siempre simpático. Sender recuerda al lector desde la primera página que el joven pistolero vivió en una época y en un país donde apenas existía el derecho; en cierto modo, él mismo fue "ese brazo del instinto social que precede históricamente en todos los pueblos al establecimiento de algún orden jurídico. El rifle entonces hacía la ley y a veces la ley era casi razonable". Pero no es ese discutible caácter precursor de una legalidad más civilizada lo que convirtió a Billy el Niño en leyenda, como sabe muy bien el cronista de sus correrías. Otras dos cualidades suyas apuntalan su pedestal en la memoria de los que lo conocieron y de quienes hemos leído sobre él: primero, su firmeza voluntariosa, indispensable a todo tipo de aventureros, que el mismo Billy subrayó diciendo que "en la vida todo lo hace la voluntad"; en segundo lugar, su coraje ante la ronda perpetua y apremiante de la muerte. "Es verdad ųcomenta sobriamente el narradorų que en todas partes se admira a los que desprecian la vida y tal vez eso quiere decir que frente a los grandes problemas (vida o muerte) nuestra razón no es más que un juego de infantes y hay valores más importantes que la muerte y la vida." Páginas atrás había dado con una clave aún más sucinta de este tema esencial: "El problema no está en evitar la muerte, lo que es imposible, tarde o temprano, sino en evitar el miedo a la muerte." No hay fórmula más condensada ni más exacta para comunicar la entraña de nuestra sempiterna admiración por aventuras y aventureros. Malo o bueno, sociable o fuera de la ley, el héroe de la aventura triunfa sobre el miedo a la muerte. Y el impacto de esa victoria, la más alta y quizá la única verdadera que los hombres pueden alcanzar, se refuerza cuando el aventurero rinde pronto su tributo necesario a la muerte misma, subrayando así la veracidad de su desplante. La muerte, a fin de cuentas, nunca es la conclusión, porque la noticia que trae el narrador no es la del imperio de la muerte que todos conocemos, sino la buena nueva de que es posible desafiarla sin temblar.
En diversas poblaciones de Nuevo México ųcuenta Senderų se exhiben calaveras que pretenden ser la auténtica de Billy el Niño, robada por nadie sabe quién de su tumba prematura. En cada uno de esos cráneos y en sus órbitas deshabitadas buscan algo los fetichistas. ƑQué buscan? ƑQué buscamos los lectores del relato de aventuras? Probablemente, el secretosimple pero huidizo de la intrepidez, tal como un gran hombre de antaño ųel duque de La Rechefoucauldų la describió en su día: "La intrepidez es una energíaextraordinaria del alma que la eleva por encima de las turbaciones, de los desórdenes y de las emociones que la visión de los grandes peligros podría despertar en ella, y gracias a esa fuerza los héroes se mantienen en un estado sereno y conservan el libre uso de su razón en medio de los sucesos más sorprendentes y más terribles." Ahora nos parece oír a lo lejos el gorjeo de la risa de Billy, como un reto o una convocatoria.