La Jornada Semanal, 9 de marzo de 1997


Entrevista con Sergio Pitol

Memoria y escritura

Ricardo Cayuela Gally

Sergio Pitol recibió en su casa de Xalapa a nuestro jefe de redacción para conversar sobre su más reciente libro, El arte de la fuga, galardonado con el Premio Mazatlán de Literatura al mejor libro publicado en 1996. Memoria literaria, lecturas vitales y ars poetica ficcionalizada, El arte de la fuga mezcla los géneros y hace de una serie de textos con valor independiente una sinfonía de ecos y correspondencias.



El arte de la fuga reúne buena parte de tus preocupaciones como escritor. ƑCuál es el origen del libro, obedece a un proyecto predeterminado?

ųEl arte de la fuga viene de un texto sobre Vasconcelos, y del texto sobre el soldado Schveik, de Hasek, que trabajé hace algunos años. Al terminarlos advertí que lo que más me había interesado era relacionar mi vida con mis lecturas, establecer un contacto personal entre lectura y biografía. Para escribir el texto sobre Vasconcelos me fue necesario recordar cómo percibía el nombre y la obra de Vasconcelos en mi niñez, cuando era un personaje del que se hablaba en todas las casas. Se decía que era el profeta de la democracia, el Maestro de América, el mártir, el hombre que había querido hacer un México mejor y no lo dejaron. Después vino su leyenda negra, cuando yo era estudiante en la universidad y Vasconcelos escribía unas páginas favorables al franquismo, al somocismo, un fascista que dirigía la revista Timón de la embajada alemana, en la época de Hitler. La leyenda había dado la vuelta y el héroe era ahora el villano. Antes de entrar al Ulises criollo me fue necesario recordar todas estas imágenes de la figura de Vasconcelos, de su leyenda. Me interesó averiguar cómo se relacionaban sus libros con esos dos espectros: el mártir de la democracia y el hombre que defendía las causas más antidemocráticas de la tierra. Todo esto y mi propia historia me sirvió para entrar a su autobiografía y entenderla mejor.

Al poco tiempo, escribí el texto sobre Schveik, y me era imposible hacer un texto a secas sobre el libro y su autor. Me era imposible separarlo de mi estancia en Praga, del concepto de schveikismo que se tenía en aquellos momentos como manera de preservar una libertad interior ante un aparato totalitario. Así escribí otro texto en donde no dejara al margen del ensayo ni mi persona ni mis reflexiones personales. Al contrario, en ambos ensayos intensifiqué el tono autobiográfico.

Después tuve una experiencia básica, que forma parte del cuerpo del libro y de la cual deriva todo lo demás. Me refiero a la experiencia hipnótica con el doctor Federico Pérez Castillo, de Guadalajara. En ella entré a zonas muy acorazadas, muy defendidas, ocultas y absolutamente insospechadas de mi vida. Descubrí algo de mi pasado que me pareció regía todos los momentos posteriores de mi vida. [El momento de su infancia en que murió su madre.] Una de las cosas que más me impresionó no sólo fue llegar al fondo de ciertos pozos de mi pasado, sino la técnica con la que este proceso se fue configurando. Entonces empecé a hacer ejercicios de memoria reproduciendo la técnica hipnótica, a recordar cosas, y cuando había una en la que me detenía ųno era ni la más importante, ni la más obvia, ni la más profunda de mi pasado, pero que de alguna manera creaba un freno a las siguientesų, entonces la esbozaba muy brevemente en unas cuantas líneas. Por ello, en El arte de la fuga aparecen ciudades excéntricamente elegidas y no aparecen otras que también fueron importantísimas en mi vida, como París, Pekín o Londres. Con este ejercicio de técnica hipnótica casi siempre me detenía en momentos de la primera adolescencia en México y de mi estancia en Polonia. No quise forzar ni violentar este designio primero, este ir a ciegas y detenerme en esos momentos y esos lugares. Con el lugar determinado por el azar, me propuse hacer un ejercicio literario, un texto literario. Así fueron desfilando María Zambrano en Roma, Alfonso Reyes o Manuel Pedroso en México, Tabucchi en Siena, etcétera. A partir de ese momento me parecía que el mundo se me abría y que el proyecto del libro empezaba a conformarse, y empecé a escribir, no en el orden en que están los textos sino siguiendo un dictado, no sé si acogido por las musas o en torno a un protoplasma que se empezaba a configurar. Fui escribiendo estos textos y, a medida que avanzaba, veía cuál era su papel dentro del libro. A final de cuentas eliminé muchas cosas hasta llegar a esta propuesta de estructura que cumplía con el dictado inicial: "Todo está en todo", en donde los distintos mundos del libro se van comunicando, a veces de una manera muy clara, otras de forma secreta o rara. También quise contrastar ciertos efectos de luz, formar ciertos claroscuros, de manera que después de un texto con un protagonista tan solemne como Thomas Mann viniera de inmediato uno dedicado a Borola Burrón y que esto no pareciera chocante, que no se hiciese demasiado burdo el contraste. La idea es que todo fuera invadiendo los terrenos de todo.

El libro está dividido en tres partes y un epílogo. La parte primera es el mundo primigenio, la memoria. En la parte segunda, la memoria ha sufrido el embate de la escritura. La escritura como resultado de un juego literario sobre los temas y el tono marcados al principio. La tercera parte es la lectura. Las tres se van potenciando y creando ciertos efectos literarios, con pequeños ecos y repeticiones. Hay también una gestualidad presente, un intento consciente de romper los géneros. Inicio un ensayo, y lo transformo en cuento y vuelvo a cerrarlo como ensayo. O al revés: al ficcionalizar ciertos grumos que podrían acercarse a una teoría literaria o por lo menos a una ars poetica propia. La mayor dificultad fue evitar que el libro se convirtiera en unas memorias simples, en una autobiografía, y evadir la solemnidad hasta donde fuese posible, "bajar el gas" en todo momento, romper el pathos con un salto hacia lo grotesco o saltar de lo grotesco a lo trágico. Por ejemplo, en "Monsiváis, el joven", paso de contar las sesiones de burla con Luis Prieto de la "Sociedad defensora de una cultura con decencia" a los recuerdos compartidos del asesinato de Rubén Jaramillo. Este fue el reto de El arte de la fuga: no exagerar la parte grotesca, el guiñol, para no aplastar el pathos, y viceversa. Este libro es una suma de mis predilecciones, gustos, obsesiones, caprichos, fijaciones. Es un libro que se mueve, como se ha movido gran parte de mi vida, al azar.

ųDe la parte dedicada a la memoria me interesa mucho la conciencia tan temprana de Monsiváis respecto a la necesidad de desacralizar el medio literario y a la sociedad. ƑPodrías referirnos algo de ello?

ųMonsiváis pensaba en aquella época, con la atmósfera política que nos envolvía y el autoritarismo que regía nuestras instituciones políticas, que tenía que empezar a desacralizarse todo aquello que se daba como indiscutible e intocable. Y entre ello estaba la figura de los políticos. Pensaba Monsiváis que los políticos resisten todo, menos el humor, la caricatura, la parodia. Pueden admitir que se hable de ellos como lobos o chacales, que se les satanice, pero no que se les caricaturice. Y ese ha sido, en gran parte, el campo que Carlos Monsiváis ha cubierto. Ahora tiene discípulos, y esto se ha ramificado, pero en aquel tiempo era el único. El programa que tenía en aquel entonces en Radio Universidad, "El cine en nosotros", y el espacio que tenía en un periódico sobre la televisión, "La caja idiota", los aprovechaba no sólo para hablar de cine y televisión, sino para hacer pequeñas parodias de muchas instituciones sociales, familiares, políticas, culturales, etcétera. Para mí fue el amigo perfecto, junto a Luis Prieto. Ambos respondíamos perfectamente a esa incitación paródica. La novela que nunca escribimos Monsiváis, Prieto y yo, pero para la que nos reunimos centenares de veces con la intención de tomar notas, buscando los personajes, desarrollándolos, creándoles anécdotas, es la materia prima que genera buena parte de mi obra.

ųDices que en un momento dado de tu estancia en Europa tuviste que regresar a México para recuperar tu lengua, el español. ƑQué tan grave era esta pérdida?

ųSentía que era real. Acababa de escribir Domar a la divina garza y me sentía extenuado, porque era un tipo de escritura que necesitaba, mucho más que antes, tener un contacto con el idioma hablado, con la lengua viva. Necesitaba sentirme en medio de un entorno en donde el idioma estuviera siempre rodeándome; estar en un café, y aunque no oyera la conversación de la mesa de junto, sentir el ritmo de los sonidos y ciertas palabras que iban llegando hasta mi mesa. En Europa me impuse mantener un hábito de lectura en castellano, de clásicos y contemporáneos. Mucho Siglo de Oro, y esto mantuvo vivo mi lenguaje. Cada vez que viajaba de un puesto a otro trataba de tener un par de días de escala en Madrid para ir al teatro clásico. He visto casi todo el repertorio del teatro clásico puesto en Madrid en los últimos 30 años. Esto debido a la necesidad de mantener, de tocar las fuentes del idioma. Era como una borrachera de la lengua el estar en contacto con esos momentos extraordinarios del idioma, oyendo a Lope, a Tirso, a Calderón, y eso lo sigo haciendo cada vez que viajo a Europa. Una cosa curiosa: me era mucho más fácil leer el Siglo de Oro rodeado de otras lenguas dificilísimas, como el húngaro o el polaco, que ahora que vivo en una ciudad donde se habla mi idioma. Era como llegar al balneario de salud del lenguaje.

ųƑPor qué te invadió tal terror cuando viste tu nombre en caracteres de imprenta con tu primer texto publicado?

ųRecuerdo ese momento terrible, atroz, cuando en El Diorama de la cultura de Excélsior apareció un ensayo mío sobre O'Neill. He oído y leído del momento de felicidad de muchos escritores cuando ven por primera vez su nombre en letra de imprenta, y cómo corren a comprar el periódico o la revista para mostrárselo a los amigos, a los desconocidos, señalando que se trata de él. En el texto del libro donde cuento esto, y que también fue escrito bajo el dictado de la técnica hipnótica, no quise dar versiones de por qué tuve tal aversión. Después he pensado que fue porque se trataba del primer desgarramiento de mi tribu, una segregación de un mundo en el que me iba a manifestar como diferente. En aquella época me sentía la persona más independiente del mundo, creía ser un adolescente libérrimo y, sin embargo, no lo era, y fue al ver mi nombre en letras de imprenta que entré a un mundo, a una profesión que no tenía nada que ver con los míos. Con los años uno se va familiarizando con las monsergas que le pasan a uno en la vida de escritor, porque forman parte de las normas, de los ritos de la profesión. Después que se publicó esa pequeña serie, ya que entregué, junto con el texto sobre O'Neill, unos cuantos más que fueron saliendo paulatinamente, no volví a escribir durante varios años. Fue tan fuerte el golpe con la presentación de ese artículo que por lo menos en cinco años no escribí nada. No me alejé de la literatura, pero no pensé que mi destino fuera ser escritor. Quizá estuvo muy bien esto porque cuando empecé a escribir en serio tenía ya una cultura literaria. Ciertas lecturas clásicas y autores de referencia que había leído activamente, tratando de descubrir sus reglas. Había hecho lecturas de autor, aunque no lo fuera. Cuando empecé a escribir tenía una conciencia del idioma, un compromiso con la lengua que a los 17 años no puedes tener a menos que seas Rimbaud. Sabía ya que un texto literario se salva o se condena según sea el lenguaje que emplea. Nunca me ha interesado describir meramente una anécdota; es más, con mi primer texto, "Victorio Ferri cuenta un cuento", rompía las reglas del relato escondiendo los elementos centrales de la tragedia que se narra ahí, y me dedicaba a rodear solamente un misterio a través del idioma.

ųEse domingo también descubriste que el espacio donde uno vive es sagrado, que resulta un acto casi obsceno escribir en él, y que quizá tu anhelo de mundo y viaje estaban asociados con tu deseo de ser escritor. Ese domingo quizás empezó "el arte de la fuga".

ųEs cierto. Esta es la primera casa en donde de hecho he escrito, quizá porque tiene un ambiente de casa de campo. Hay algo escénico en ella. En el periodo en que escribí mis primeros cuentos renté una casa en Tepoztlán, que era un pueblito minúsculo, sin luz, porque en mi departamento de México me era imposible escribir. En todos los lugares en donde he vivido he escrito fuera de la casa: en cafés, en otros pueblos los fines de semana, etcétera. Para mí, por ejemplo, los hoteles han sido extraordinarios para escribir. Lo que sí podía hacer en casa era arreglar, corregir, añadir, quitar la rebaba del texto. La escritura se hace de paso. Por eso un hotel es perfecto, porque no hay nada en él que te marque una propiedad familiar o un hábito de vida.


Nunca me ha interesado describir meramente una anécdota; es más, con mi primer texto, "Victorio Ferri cuenta un cuento", rompía las reglas del relato escondiendo los elementos centrales de la tragedia que se narra ahí, y me dedicaba a rodear solamente un misterio a través del idioma.

ųTu escritura parece ajena a la voluntad del autor, la rige un aparente descontrol, como si te fuera llevando de un lado al otro en una especie de caos ordenado.

ųTodos mis cuentos y novelas han nacido de un situación real, de un recuerdo, de un viaje, de algo que oí decir en un autobús o en un café a una persona y que me hace sentir que eso puede tener un desarrollo, que eso entra dentro de un género novelístico o en un relato de X tipo. Generalmente, durante los días posteriores a esa chispa empiezo a tomar notas, a llenar un cuaderno con frases y pequeñas situaciones, con grumos, núcleos narrativos que podrían tener alguna conexión con esa primera idea, con ese primer encuentro. Luego, el elemento consciente trabajamucho en la selección de rutas.Entonces empiezo la historia con un principio casi siempre seguro y con un final previsto, que desde luego puede cambiar, pero que al momento en que escribo ya lo tengo planeado. Entonces comienzo a marcar los caminos, las redes que pueden ligar ese inicio, que tengo muy fijo, con ese final marcado. El camino se puede llenar de cualquier cosa. El ínterin puede ser un bosque entero de senderos que se bifurcan.

ųUna característica fundamental de tu literatura es el juego de sobreposición de narradores: personajes que cuentan la historia dentro de la historia.

ųDesde mi primer cuento, "Victorio Ferri cuenta un cuento", hay siempre una historia que yo conozco y que un narrador X, otro yo, va a contarles a los demás. En ese cuento hay una historia trágica de finales de la Revolución, tomada de relatos escuchados de niño en conversaciones de mi abuela. Yo tenía muy clara toda la historia y, cuando comienzo a trabajarla, nunca digo qué es lo que realmente sucedió, pero el cuento está todo armado, tiene lógica, su estructura es firme, el lector puede seguirla. Después, al leer a ciertos autores, como Henry James o Forster, encontré que ellos trabajaban de la misma manera que yo intuitivamente había desarrollado en estos primeros cuentos y que después fui aguzando más al estudiar a otros autores. En sus novelas, Henry James nos cuenta muchísimas cosas; sin embargo, hay algo terrible que puede haber sucedido y que nunca sabemos bien a bien en qué consistió. En una novela extraordinaria, Lo que Meisy supo, nunca sabemos qué es los que realmente sabía de la vida de sus padres, que nos es presentada por rachas que nunca llegan a entretejerse bien. Entonces, ya con esta conciencia, potencié aquello con lo que estaba trabajando inconscientemente.

ų"Escribir es darle espacio al otro", es una de la afirmaciones del libro. Al narrar un hecho biográfico, una vez escrito, Ƒtodavía te reconoces, eres tú realmente?

ųEfectivamente, existe ese desdoblamiento. Un triple o cuádruple juego, hasta que en un momento dado uno ya no es uno, sino otra persona que uno puede vislumbrar y cuyos pasos y reacciones uno puede seguir vagamente. Me parece imposible escribir una memoria total sin destrozarla, sin falsearla. Por eso en El arte de la fuga se advierte de antemano que sólo llegamos a aproximaciones. Ahora bien, las sorpresas que uno tiene al escribir y leer son notables. En una ocasión, en una parte de Domar a la divina garza, recuerdo que estaba yo sintiendo como si las musas me llevaran la mano, que era la plena inconciencia, que el relato se iba, que yo era sólo el dueño del castellano utilizado, pero que el relato se iba armando solo e iba creando sus personajes y situaciones. Me refiero a la escena en donde Dante C. de la Estrella relata su noviazgo y matrimonio y la golpiza que su mujer, dócil y tierna durante la etapa de novios, le pone a la hora de la boda. Años después, ya aquí en Xalapa, releí un Episodio Nacional de Pérez Galdós, del cual lo único que recordaba es que no me había gustado. Era uno de los pocos que me habían parecido muy flojos. Y de pronto descubro que ahí estaba, casi intacta, la historia de esa relación de la que yo pensaba ser un creador absoluto, y así habrá miles de cosas en lo escribo.

ųEn El arte de la fuga relatas los tres meses que pasaste en el Barrio Chino de Barcelona, sin un quinto y rodeado de un ambiente urbano muy degradado y decadente. Sin embargo, acabaste por residir un par de años en la Ciudad Condal. ƑCómo era esta Barcelona del fin del franquismo?

ųLlegué a Barcelona a principios de 1969. Había tenido un puesto diplomático en Belgrado, donde fui el agregado cultural para organizar los esfuerzos culturales de los países balcánicos en la Olimpiada. En eso vino la masacre de Tlatelolco y no me interesó seguir en la Embajada. Ya había empezado a hacer traducciones y esto me daba medios para sobrevivir y no tener que regresar a México y vivir en ese ambiente terrible post-Tlatelolco, porque después de Belgrado estuve brevemente en México y realmente caía un peso de plomo sobre la ciudad. Además, quería terminar una traducción de Gombrowicz, Cosmos, que me había encomendado la editorial Seix-Barral estando en Belgrado. Entonces me decidí, antes de ir a Londres, a pasar por Barcelona y acabar ahí la traducción. Pasar dos o tres semanas y comprobar las maravillas de la Barcelona de esa época, de las que tanto me hablaban, entre otros, Carlos Fuentes. Al terminar la traducción, para cobrar ese dinero me pidieron otra del italiano; tenían una prisa enorme porque podían perder los derechos. Se trataba de El ángel de Ferrara de Basani. Y después de eso, cuando me quise dar cuenta, tenía ya amigos, camino abierto en Seix-Barral y, en fin, me quedé dos años y medio en la ciudad. Fueron interesantísimos: Barcelona era una isla en el mapa de España. Era el periodo del Opus Dei, que aunque no lo crea nadie ahora, fue un periodo en que se liberalizaron muchas cosas en España. Surgieron editoriales, que ahora son fuertísimas y que en aquel entonces eran casi caseras, editoriales molestadas por la censura de una manera terrible, pero que lograron llegar a puerto. Estoy hablando de Tusquets y Anagrama. Vivir en Barcelona era ir a sus cines de ensayo, ir a las tertulias, que siempre eran de bar y en la noche. Trabajar en estas editoriales, en las que sus creadores le ponían toda su visión y entusiasmo, pese a los riesgos que había, a los libros triturados, secuestrados, todo esto hacía que la vida en la ciudad fuera algo muy fértil. Eran esos buenos momentos en que empezaba a pensarse que Franco no iba a ser eterno.

Todo esto hasta que llegó el gobierno de Carrero Blanco. Ya había huelgas de estudiantes, manifestaciones, todo un clima que el franquismo no había conocido en treinta años. Recuerdo que bajaba todos los días a desayunar a un café que estaba a dos pasos de mi casa y, como buen café europeo, tenía la prensa del día. Ahí leí el primer discurso oficial del nuevo gobierno y me quedé escalofriado, porque era un lenguaje que en los dos años y medio que llevaba ahí no había conocido. El franquismo duro, las acusaciones a la masonería blanca, roja y no sé de cuántos colores. Anunciaba los dos peligros, el peligro rojo y el peligro negro. Un lenguaje que parecía paródico por extemporáneo, fuera de contexto con esa Barcelona en la que vivía y con la gente que yo hablaba. Los días siguientes fue lo mismo, la televisión, la prensa, la radio, etcétera, y entonces pensé que ese sueño de vivir en Barcelona se había terminado. Me fui a Bristol como lector en la Universidad.

ųƑCuál fue tu proceso de aprendizaje de otras lenguas?

ųEn casa, mi abuela hablaba italiano. Soy descendiente de italianos por cuarta generación. Las personas mayores hablaban el italiano. Eso me facilitó su aprendizaje cuando fui a Italia. De chico aprendí en la escuela, y con clases particulares, el francés y el inglés. Estoy seguro de que el inglés lo hablaba mejor a los catorce años que ahora. Me maravillaba, en las primeras lecturas que hice en idiomas extranjeros, poder sentir la lengua y encontrarle su significado. El primer libro que leí fue la trilogía de O'Neill Mornig becomes Electra y el primer libro que leí en francés fue algo de Giraudoux. Creo que el conocimiento de varias lenguas, sea activo o pasivo, siempre enriquece la lengua propia. A mí, por ejemplo, los lugares literarios que más me han interesado son estos enclaves lingüísticos, como Viena, Odesa hasta los años treinta, Praga, con el alemán, el yidish y el checo, en donde cada grupo étnico mantenía su lengua pero hablaba las otras.

Si uno ve los diarios, las cartas, los documentos de los escritores en estos enclaves lingüísticos, observa el esfuerzo brutal que hacen estos escritores al trabajar en una lengua asediada por las otras. Kafka siempre se siente inseguro, en todas las anotaciones y cartas, de su alemán. Siente que su alemán se empobrece cada vez más, que usa su lengua como una lengua muerta, que las otras que lo rodean son las lenguas vivas. Sin embargo, uno lee las páginas del diario de Mann, ya casi en la vejez, en donde dice que si alguien tiene un lenguaje alemán original y verdaderamente creativo ése es Kafka. Esto es quizá por los giros a los que obligan otras lenguas y por el empecinamiento en la propia.



La Jornada Semanal, 9 de marzo de 1997


Los días del presente perpetuo

Bruno Hernández Piché

Bruno Hernández Piché nació en 1970 y desde 1991 colabora en La Jornada Semanal. Junto con Ángel Jaramillo logró una memorable entrevista a Alejandro Rossi. Publicamos su personal acercamiento al más reciente libro de Sergio Pitol.



Desde siempre, la biblioteca de mi padre no ha dejado de surtirme libros y más libros, préstamos a perpetuidad cuyo trámite inicial es el hurto, seguido de una confesión que la mayoría de las veces no repara el daño causado a su generoso acervo de obras de historia y literatura de los más variados autores. Una biblioteca de aspecto desordenado pero de innegable espíritu heterodoxo. Fue ahí donde ocurrió mi primer encuentro con El desfile del amor: el diseño de la cubierta mostrando las grotescas figuras de Orozco, la factura tan perfecta de aquella flamante edición de 1984, en fin, la belleza del libro como objeto, me sedujeron antes de empezar siquiera a leer la novela. Tenía catorce años cuando conocí al historiador Miguel del Solar, a Ida Werfel, la feroz propinadora de bromas gástricas, a Delfina Uribe, la gran dama coleccionista de arte y a todos esos personajes delirantes de Sergio Pitol que alguna vez habitaron el edificio Minerva en su mejor época. Leí El desfile del amor concentrándome en la trama, atrapado en las infinitas ramificaciones de un crimen sin posibilidades de esclarecimiento. Saber que estaban involucrados los nazis potenciaba mi interés en una complicada historia de conspiraciones en la que al mismo tiempo deambulaba el fantasma de un castrato mexicano muerto en la miseria demencial del olvido y la ruina personal.

Fiel morador de Tlalpan durante los años de infancia y adolescencia, de la colonia Roma no sabía yo absolutamente nada, aunque el edificio Minerva tomó por asalto mi imaginación: un universo laberíntico donde ocurrieron hechos de sangre, el imponente castillo habitado por seres excéntricos que con el tiempo se convirtieron en testigos resignados de las mutaciones que sufría el feudo y sus alrededores. El terremoto de 1985 expuso en forma masiva y contundente la consumación del Apocalipsis, pero las primeras noticias del desastre aparecieron en el certero testimonio de Miguel del Solar a su regreso a México, hacia 1973:

La evocación de la infancia, ese tiempo pasado cargado de enigmas, jamás habrá de resistir las embestidas del presente. La escandalosa fiesta que culminó en el asesinato de un joven alemán no sólo despertó en el historiador al Sherlock Holmes que todos llevamos dentro, sino que además sacudió las indomables fibras de la memoria: el paso fugaz por el departamento de los tíos, el recuerdo lejano de ciertos personajes del edificio Minerva, infiltraron las labores profesionales de Del Solar en un proyecto jamás realizado que llevaría por título El año 42. El carnaval que escenifican los asistentes a la recepción que ofrece Delfina Uribe es una extensión del México de los años cuarenta: los ímpetus cosmopolitas de la ciudad de México, el arribo de quienes lograron escapar del infierno europeo, la presencia de Su Majestad el rey Carol y Madame Lupescu, los generalotes revolucionarios padeciendo la forzada adopción de los refinamientos que excluyen el uso del fusil y las cananas; una ilusión de modernidad en la que, diría el cronista Monsiváis, el caos se instala gozosamente.

Hoy ya no queda rastro visible de las glorias pasadas del edificio Río de Janeiro. La desolación que reina en el patio central parece insinuar que el amor ha dejado de desfilar por sus corredores y escaleras, y que ahora no es más que el escenario de episodios marcados con el sello del anonimato, un lugar más de encuentros y desencuentros. Cierta mañana visité La casa de las brujas con una mujer de la que estaba perdidamente enamorado. Nuestra misión era alimentar al gato de un inquilino ausente. No sé cuántos días de ayuno llevaba aquella bestia salvaje, pero yo salí de ahí con los brazos tatuados de rasguños y, lo que es peor, con la certeza de que mi acompañante jamás me escogería para ser el Dakktari de sus amores.

La difícil costumbre de estar lejos

La obra de Sergio Pitol ųsu temprana iniciación en el arte de la fugaų es para sus lectores el testimonio inmejorable de una aventura hecha de descubrimientos, giros y vuelcos, ausencias y anhelos: "Estar lejos de todo, sin haber renunciado a observar el mundo, escrutarlo, leerlo, tratar de descifrar sus señales, intuir sus movimientos, es en conjunto un placer." Para Enrique Vila-Matas, y seguramente para muchos otros saludables inconformes, escribir es el método más eficaz para mantenerse fuera de la jugada, lejos de la "horrenda vida verdadera". De acuerdo, pero el problema mayor está en respetar las reglas del maldito juego, porque nada hay como la literatura para adentrarse en ese meandro de ensoñaciones y derroche de voluntades que es la realidad: un inmenso teatro donde se lleva a cabo la representación simultánea de dramas, farsas, tragedias y comedias.

Así las cosas, la literatura, los sueños y el exilio se emparientan en un electrizante ejercicio cuyo fin es más seductor que preciso: eludir la realidad, hacerla más habitable. El delirante monólogo que pronuncia el licenciado Dante C. de la Estrella en Domar a la divina garza es también un intento desaforado por exorcizar las pestilencias de un pasado demasiado presente, a ratos tragicómico, que termina por cautivar a su aterrado público una tarde de domingo.

La vigilia, para consuelo de insomnes y otras criaturas nocturnas, es en ocasiones demasiado severa, sobre todo cuando exhibe a plena luz del día las heridas del tiempo, el recuerdo de unas cuantas querencias, como aquel local de la Vía del Babbuino que alguna vez albergó las aficiones bibliómanas de Pitol. Bien despierto, no le queda a uno más que doblar la esquina oportunamente para no pasar frente al café que ha dejado de ser el mismo gracias a una ausencia ya insustituible. Solamente en los sueños la herida deviene cicatriz, en ese reino de dichosa sordidez que permite la restauración momentánea ante una realidad "rica en golpes bajos, no en grandes hazañas", dice la voz desconocida de Mephisto-Waltzer; esa misma voz que reclama un nuevo amor, que espera resignada el nacimiento de otro virtuoso digno de ejecutar un vals de Liszt.

Es en este estado de esperanza al que sólo se llega desde lejos, en el exilio de los sueños y la literatura, donde Antonio Tabucchi reconoce los muchos rostros de un escritor como Pitol: la imagen moderna de un mundo barroco, su despliegue en una obra que exalta las máscaras del carnaval pero que entona al mismo tiempo, con una energía despiadada, la verdadera música de fondo, aquella que se oculta en "la crueldad de la vida y de las situaciones: el inevitable final de un amor, el desesperado conocimiento del fracaso, la terrible fuerza del delirio, el seductor escalofrío del peligro y del mal".

También yo he tenido mi visión

El pasado siempre está presente, de él nadie se escapa. Todo el tiempo regresamos al punto de partida, ya sea por efecto de un tropezón o bien por el mórbido placer de recordar. Basta un simple descuido y ya estamos de vuelta, recorriendo una vez más el camino andado.

Hace poco regresé al sur, a Tlalpan, aunque en realidad nunca me he alejado lo suficiente, como también me sucede con otros sitios y otros rostros. Si padecí los rigores del domingo en esa parte de nuestra ciudad fue porque no hubo de otra: entre los demasiados Sanborn's que ya hay en el rumbo ųtres en un radio de escasos cuatro kilómetrosų opté por el que está en San Fernando y Calzada de Tlalpan, a unas cuantas cuadras de los parques y las banquetas que fatigué en otros tiempos. Es un lugar común decir que no hay como los domingos para arrojarse a los acantilados de la depresión; pero es verdad, se trata de un día que, en efecto, propicia el así llamado sentimiento trágico de la vida. Ante las prisas de la mesera (esas temibles mujeres piñata, según la exacta definición de Jis y Trino) acepté una "sugerencia del día", mostrando la firme convicción de quien se ha pasado la vida entera tratando de abolir la Doctrina Monroe: hamburguesa británica.

Mi única protección para sobrevivir a la intemperie de aquel domingo era El arte de la fuga. Mientras esperaba la comida, abrí el libro al azar y me sumergí en la página 88. "Vindicación de la hipnosis" es probablemente el ensayo más íntimo de Sergio Pitol. En ese momento el texto fue, por su tono y naturaleza, un desafío que al final resultó una verdadera salvación. Él quería librarse del cigarrillo y yo de mi deplorable estado de ánimo. La sesión de hipnosis espoleó la memoria de Pitol, dejándolo a merced de algunos recuerdos terribles de su infancia; cuando la visión de la muerte tocó a la puerta, me declaré incapaz de seguir leyendo. Tomé la envoltura de un popote y cerré el libro. El dolor era demasiado, el vértigo sencillamente espeluznante. Pero uno siempre regresa, así que minutos después tenía otra vez la mirada puesta en las dos últimas páginas del ensayo. En el desenlace de su experiencia con el hipnotista, Pitol cuenta que salió a la calle aturdido y exhausto, decidido a tomar un taxi. Una repentina sensación de alivio, la cicatrización de una herida profunda, lo obligaron a caminar hasta su hotel, y a mí a no detenerme en la lectura:

Las puertas de la tarde se abrieron de par en par: con Pitol reconocí la utilidad de encubrir el pasado con un presente perpetuo, pero también la necesidad tan humana de clausurar angustias y reemprender la búsqueda. Los únicos testigos fueron yo mismo, El arte de la fuga y una envoltura de popote que guardaré para el final de otros días.



La Jornada Semanal, 9 de marzo de 1997


Dos poemas

Orlando González Esteva



Todo lo que brilla ve

(Homenaje a Gaston Bachelard)





Gaviotas

(Homenaje a Alfonso Reyes)