La soberanía y la independencia de un país no deben estar ausentes en las discusiones entre los legisladores estadunidenses. El país vecino tuvo que lograr su independencia a costa incluso del derramamiento de sangre, como sucedió también en nuestro caso. Uno de los puntos que se están discutiendo allá en estos días y que leemos en estas mismas páginas es cómo lograr que nuestro país cambie, dada una situación en la que el crimen organizado ha logrado una fuerza importante.
El crimen organizado en gran escala es, en nuestro país, algo relativamente nuevo. Tendrá una o dos décadas de existir, o por lo menos de cobrar dimensiones tales que lo hacen llegar a ser público. Es sabido que el crimen organizado en Estados Unidos existe por lo menos desde la década de 1920-1930. Varios de sus líderes han sido procesados. Pero también es público, o por lo menos es la imagen que los medios de difusión del vecino país nos transmiten, que allá el crimen organizado no ha desaparecido, sino que ha logrado coberturas legales más complejas y puntos de apoyo que le han permitido seguir actuando. De allá nos llegan informaciones públicas mencionando incluso apellidos de familias, y simplemente nos damos por enterados. No andamos viendo cómo arreglar la casa del vecino pues bastantes problemas tenemos en la propia, pero sobre todo porque hemos aprendido, a lo largo de nuestra historia, que las intervenciones externas en nada ayudan a la solución de los problemas internos de un país.
La gran mayoría de los mexicanos queremos el cambio. Tomando en cuenta esa realidad, incluso el partido en el gobierno se presenta como el partido del cambio. Es muy posible que muchos cambios que queremos los mexicanos no sean los mismos que les gustaría ver a algunos legisladores del vecino país; pero es obvio que sí coincidimos en el cambio del que ahora se habla más: atacar la corrupción de funcionarios que ha contribuido a que el crimen organizado haya podido comprar incluso al jefe del organismo encargado de combatir al narcotráfico.
Sin embargo, estos y otros cambios son asunto nuestro, de los mexicanos. Corresponde a los estadunidenses atacar las expresiones del mismo problema en su propio país. Me llamó mucho la atención una queja de una senadora de allá: dijo, como muestra de que había que castigarnos, que la mayoría de la cocaína vendida en Los Angeles provenía de organizaciones de traficantes mexicanos. ¿Acaso eso no es algo que, ante todo, les corresponde resolver a ellos? ¿Acaso cree la senadora que vamos a mandar a nuestros marines a detener a esos traficantes en Los Angeles? Confío en que estén superados los tiempos en que los marines de allá fueron enviados a Panamá con el pretexto de apresar a Noriega. Confío en que se haya aprendido la lección de esa intervención: en la siguiente elección en ese país, los partidos favorecidos por la invasión obtuvieron votaciones ridículas, y el partido ganador fue el que la invasión había sacado del poder. Independientemente de lo sucedido antes y después, los panameños votaron, en cuanto pudieron, contra la intervención que supuestamente les iba a devolver la libertad y la democracia.
Todas estas experiencias deben ser consideradas. La intervención, aunque no sea con las armas sino con presiones diversas, no va a resolver los problemas. Los cambios aquí los tenemos que hacer los mexicanos, y si al estarlos haciendo metemos la pata, deberemos aprender de nuestra propia experiencia y tratar de hacerlo mejor. Este año tenemos elecciones federales y ahí se verá cómo quiere cambiar la mayoría. Es cierto que hubo retrocesos en la fase final de la reforma electoral, pero no al punto ni en la forma en que impidan que se exprese esa voluntad.
Lo mejor es que los legisladores del vecino del norte vean cómo abordar los problemas en sus propias ciudades, y respeten lo que, con su voto, decida la ciudadanía mexicana. Sobre esas bases, es posible coordinar esfuerzos para enfrentar problemas comunes, como el del crimen organizado.