A la corte de Versalles llega en 1780 el joven Ponceludon de Malavoy (Charles Berling) a solicitar al rey Luis XVI su apoyo para desecar los pantanos en la región de Dombes, cerca de Lyon, responsables de una peste. En la corte, círculo de personajes fatuos de existencia parasitaria, el linaje es identidad y el ingenio verbal un medio para seducir al monarca protector. En esta competitiva sociedad de privilegios, la exigencia máxima es cultivar la apariencia y engrandecerla, con los afeites o con el brillo de la conversación. La peor calamidad es caer en desgracia frente al soberano, dar un paso en falso, incurrir en un descuido o, peor aún, atraer hacia sí el ridículo. ``El ridículo deshonra todavía más que la deshonra'' (La Rochefoucauld) y ``es difícil imaginar cuánto ingenio se necesita para no ser jamás ridículo'' (Chamfort).
Con un guion y diálogos de Remi Waterhouse, Patrice Leconte (Monsieur Hire, El marido de la peluquera, Tango) adopta desde la primera escena de Ridículo un tono fársico, deliberadamente satírico. La primera anécdota es elocuente: un chascarrillo del conde de Blayac ridiculiza al caballero de Milletail, provoca su ruina moral y decide su autoexilio; muchos años después, Milletail regresa a la corte y visita a Blayac, viejo y paralítico, sólo para burlarse de él y orinarlo en la silla donde reposa impotente. El anciano muere por esa humillación. Este juego de masacre continúa, bajo diversas formas, a lo largo de la cinta. El joven Ponceludon se protege de esa antropofagia cortesana con las armas de su propio ingenio, y de paso conquista a dos mujeres (la condesa de Blayac, Fanny Ardant, y una joven sencilla, Mathilde Judith Godreche) y algo de la parca benevolencia real.
Ponceludon es un héroe positivo, ajeno al esnobismo cultural y al impulso arribista (un ejemplo de gallardía moral, como los imaginaba Diderot y los pintaba Fragonard en sus escenas domésticas). El es un símbolo del ciudadano limpio que surgirá de la Ilustración y del combate revolucionario. Lo rodea una sociedad en plena decadencia, la misma que un siglo atrás fue fustigada por Molire en Las preciosas ridículas. Los aristócratas insisten en sus juegos de salón, sus justas de ingenio, su preciosismo verbal, y su gusto por la ironía como arma para descalificar a los demás y promoverse en la corte. Como en los cuentos fantásticos, Ponceludon debe pasar estas pruebas de fuego, vencer a los dragones de la nobleza decadente a fin de conquistar a la doncella que todo purificará en un feliz desenlace jacobino.
Ponceludon, ese campesino marivaudiano que se había dejado seducir por los privilegios que le concedían su astucia verbal y su apostura, finalmente reconquista la virtud momentáneamente extraviada. Las manipulaciones y estratagemas sexuales de la condesa de Blayac se derrumban, patéticamente, frente a la inocencia de su joven rival, como en un melodrama de época, al estilo de Angélica, marquesa de los Angeles (Borderie, 64) con mayor dignidad, aunque sin una carga muy superior de talento.
El personaje que interpreta Fanny Ardant hará pensar sin duda en el de Glenn Close en Relaciones peligrosas, de Stephen Frears, pero a Patrice Leconte no parece interesarle una historia negra ni un tono libertino sostenido; a lo que inicia como una sátira social, guionista y director le señalan un desenlace edificante. Es el malestar moral de fines del siglo XVIII contemplado desde una moral satisfecha a fines del siglo XX. Los placeres que procura la cinta no son muy distintos a los que prodigaba el Cyrano de Bergerac, de Jean-Paul Rappeneau: gusto por la recreación de una época, héroe galante que es dolor de cabeza de tres o cuatro imbéciles que no atinan a poner dos frases juntas, doncella adorable que atesora toneladas de sensatez femenina, y un tono general de divertimento intrascendente donde la ironía y el ingenio verbal son patrimonio inamovible de Francia, como la sensualidad o la gastronomía.
Patrice Leconte no es Sacha Guitry, aunque con él comparte, si no la brillantez de diálogos y situaciones sí el Versailles, (Guitry, 57). A la graciosa desmesura de Guitry, quien adoraba dar clases en la pantalla y recurrir obsesivamente a la primera persona, Leconte opone otro tipo de superficialidad: el deseo de brillar en la realización con una fotografía que alterne detalles en primerísimo plano, subjetivas, que devoran distancias a galope, y acercamientos a las orquídeas de un jardín acariciadas por el vestido de la heroína. Hay buenas actuaciones, en particular, Jean Rochefort, Fanny Ardant y Charles Berling, y una música, de Antoine Duhamel, de correcta sugerencia ambiental. Ridículo, lo señala el propio cineasta, no es una película de autor; puede por ello prescindir de un punto de vista vigoroso. Sin embargo, un acercamiento más original y más complejo al tema y a los personajes, le habría permitido trascender la mera recreación de época o los maniqueísmos de la lección de historia. Revisando la filmografía de Patrice Leconte, uno concluye que el director no le pide tanto al cine. Y para suerte suya, Hollywood tampoco.