Los acuerdos de San Andrés no violan los textos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; su legalidad, indiscutible, se apoya en una Ley, para el diálogo y la reconciliación, sancionada por el Legislativo, y luego discutidos por representantes del gobierno y del EZLN, cuya personalidad por cierto no depende de que los últimos usen capuchas --los guerrilleros favorables a la paz temen fundamentalmente al espionaje y los procedimientos tortuosos de la administración chiapaneca--. Aquella Ley, incluida su legitimidad, es tan clara y racional como la pregona, no Juan Jacobo Rousseau, sino el célebre Descartes en su Discurso del Método (1637). Pero hay más. A lo normativo únese lo doctrinal. En otra ocasión hicimos notar que cuando Miguel Ramos Arizpe propuso el federalismo republicano al constituyente de San Pedro y San Pablo en el proyecto de Acta Constitutiva (31 de enero de 1824), recogido el siguiente octubre en la primera constitución federativa, se dejó desde entonces establecido que las entidades integrantes --gobierno general, estados locales y municipios-- gozan entre sí de una independencia organizada en el Estado nacional, sin peligros escionistas, fraccionalistas, como en esos días lo temían Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante. Y es tan nítido como la luz que el reconocimiento de autonomía solicitado y exigido por las comunidades chiapanecas del EZLN, en nada violenta, quebranta o niega la existencia del Estado nacional, su republicanismo federalista y mucho menos la integridad del territorio o la soberanía. Tal posición de los zapatistas chiapanecos fue definida insistentemente una y otra vez desde que se iniciaron los acercamientos de San Andrés hasta el presente.
Esa autonomía tiene fundamentos jurídicos y sociales a la vista de quien quiera mirarlos. El federalismo de los diputados norteamericanos de Filadelfia, discutido entre otros por Jefferson, Hamilton, Madison y Jay en el largo periodo que concluyó en la Carta de 1787, hizo posible la confluencia de las colonias confederadas, dueñas de sus propias leyes fundamentales, en una flamante entidad, para el bien general, sin que las tales colonias perdiesen como Estados federativos más soberanía que la otorgada al pacto común. Y en las circunstancias del México de 1824, violentamente golpeado por monarquistas y los fuertes intereses regionales que se crearon desde la época virreinal, el federalismo, reconociendo esos intereses y las culturas locales, evitó desgarramientos y guerras estériles. En esto consiste la gran visión del constituyente de San Pedro y San Pablo: en el centro de una explosión volcánica supo mantener el proyecto independentista de Hidalgo y Morelos y eludió el desmembramiento del país. Los fundamentos de ese federalismo son los mismos que ahora asisten a las autonomías de los indígenas de Chiapas y de la totalidad de México, porque nunca fueron reconocidas en los casi dos siglos de nuestra vida política.
No habiendo razones legales ni doctrinales para rechazar los acuerdos de San Andrés, ¿qué es lo que ocurre? La oposición a los derechos indígenas deriva de la naturaleza del presidencialismo mexicano, marginal a la Constitución y caracterizado por servir no al pueblo y sí a élites hegemónicas trasnacionales y locales. Luego del gobierno del pueblo, el de Lázaro Cárdenas, creció y se desarrolló rápidamente a partir de 1947, un presidencialismo instrumental que necesita, para reproducirse, entre otros factores el dominio cupular de las instancias políticas, garantizado por el dedazo presidencialista a gobernadores y jefes municipales, jueces y mayorías legislativas, en el supuesto desde luego de que el dedazo comprende tácticas concertacesionales y muestra a la vez, coincidencias oficialistas con partidos o agrupaciones sombra, según la atinada designación de Manuel Gómez Morín, a los entendimientos entre bambalinas. Como las comunidades indígenas autónomas no se agregarían a la gravitación de las imposiciones, porque para ellas autonomía es libertad, al presidencialismo concederla significaría un quebranto de consecuencias imprevisibles. La contradicción es parte de la tensa democracia y plutocracias, razón y sinrazón. Ahora bien, ¿no se halla atrás de todo esto el neomonrroísmo de Washington? En su último discurso sobre certificaciones, la secretaria norteamericana de Estado parece haber descrito una poco nueva filosofía política, a saber: soberanía, sí, la norteamericana; soberanías, no, las de los otros.