Con disfraz o sin él, el racismo nos recuerda (un libelo, unas pintas ocasionales, los juegos verbales que hacen las veces de cierto siniestro humor comercial) que no es un tema del pasado o de otras latitudes. Aceptamos sin pensarlo expresiones racistas que la razón rechaza; prejuicios xenófobos, vagas apreciaciones sobre el indio y la ``raza'' que en conjunto configuran un oscuro territorio de la conciencia nacional del que, sin embargo, pocos desean hacerse cargo.
Como bien señala Luis Villoro, nuestro racismo histórico surge disfrazado, oculto tras la intolerancia religiosa o cultural; o encubierto por los mitos del mestizaje que aún sirven para excluir al indio o, en sentido opuesto, para arrinconarlo en el non plus ultra de las identidades étnicas originarias. Pero está ahí y lo primero es identificarlo. En una sociedad que quiere ser más democrática sin dejar de ser más desigual y polarizada que nunca, el desprecio clasista vuelve por sus fueros demarcatorios junto al racismo.
Un cantante popular dijo en la radio que no le gustaba el nombre de Benito ``porque era nombre de indio''. La prensa nos informa que son recurrentes los forcejeos en las discotecas a causa de la no declarada discriminación racial y clasista que se ejerce en algunos antros. Pequeños incidentes cotidianos, se dirá; cosas sin importancia, en un país desesperado por la inseguridad, la incertidumbre y la violencia, preocupado por asuntos de real importancia.
Si distraigo a lector con estas reflexiones al vuelo es porque hace unos días un periodista, que responde al nombre de Angel Viveros, deslizó, a cuento de nada, una típica advertencia antisemita en la más ortodoxa tradición del fascismo clásico. Aprovechando las páginas del prestigiado diario El financiero, muy picudo el columnista se pregunta: ``Hasta qué punto resulta positivo para el país que harbanos y judíos (sic) mantengan en su poder casi todos los puestos claves para muchas decisiones que pueden tomarse en función de antipatías o simpatías, de creencias o fanatismos''. Y a continuación cita los nombres de una decena de personajes representativos de ``la línea judea en el gobierno que impone y determina en todo (sic)''.
Si el antisemitismo es deleznable bajo cualquier circunstancia, resulta obsceno cuando se proclama en un país que cada día sufre en carne propia, en el desprecio contra sus trabajadores migratorios, el peso de los prejuicios racistas.
Una comunidad que ha tenido que enfrentar tales bajezas no puede darse el lujo de darle vía libre a los racistas, aun tratándose de aquéllos que, escudándose en la libertad de prensa, actúan llevados por la más completa estupidez, sin verdadera conciencia de cuál es el significado de sus torpes juegos ``informativos''.
Hace unos meses, en ocasión del año internacional de la tolerancia y el cincuentario de Auschwitz, algunos prominentes intelectuales mexicanos consideraron prudente que los derechos humanos ya consagrados por la Constitución sean llevados a una ley, de modo tal que se prohíba expresamente la incitación al racismo, la difamación de los grupos minoritarios en virtud de supuestas razones étnicas o religiosas. En otras palabras, defender a la sociedad del racismo. No estaría de más revisar esa propuesta, sin descuidar aquello que siempre es esencial: educar en la escuela y la vida pública en el respeto a la tolerancia.