Margo Glantz
New York, New York

Como el mundo, el tiempo en Nueva York es arbitrario. Un día hace calor, mucho, y las personas salen de sus casas en mangas de camisa con una sonrisa en la cara, mucho más sincera que las sonrisas automáticas de la gente que sigue las consignas del Smile, apenas se llega a cualquier ciudad suburbana, con lo que se confirma que no sólo fuera de México existe Cuautitlán. Hoy, mientras escribo, hace frío, nieva, el piso está resbaloso y repugnante, y entonces uno piensa --y perdón por seguir con las comparaciones provincianas-- ``como la región más transparente no hay dos''.

Si se lee The New York Times uno advierte que México es importante, aparece casi todos los días como noticia de primera plana. Puede leerse, por ejemplo, una ambigua afirmación: ``Según versiones proporcionadas por fuentes oficiales, el gobernador del estado mexicano que colinda con Arizona colabora con uno de los más poderosos traficantes de drogas, permitiendo así que entren enormes cantidades de narcóticos a Estados Unidos... y Carrillo Olea, otro gobernador mexicano, ha sido incluido en esa lista negra...''. Es cosa de nunca acabar, unos pocos días más tarde se habla del problema de la certificación y de los ``manejos ocultos'' que la preceden y suceden. Afortunadamente, nuestra reputación se recupera cuando en las páginas de otra sección leemos el anuncio de la exposición de Manuel Alvarez Bravo, cuyas maravillosas fotografías se exhiben triunfalmente en el Museo de Arte Moderno, con su perenne vitalidad, su precisión asombrosa, su fina percepción, las mismas fotografías clásicas que no se cansa uno nunca de ver y muchas otras que nunca habíamos visto, por lo menos quien esto escribe, pero también Monsiváis que vino por estas tierras para darnos una nueva (¡aunque parezca mentira!), regocijante visión de nuestra ciudad apocalíptica, como orador principal de un coloquio realizado en New York University. Y cosa curiosa o quizá normal, en ese museo y admirando asimismo a Alvarez Bravo, me encontré a Jacobo Zabludowski enmarcado por un permanente halo televisivo. El día anterior, había yo participado, con Arcadio Díaz Quiñones, en un homenaje que el Centro de Estudios Puertorriqueños de Hunter College organizaba en honor de José Luis González, nuestro gran amigo puertorriqueño exilado en México la mayor parte de su vida y de quien, desafortunadamente, apenas se ha hablado en nuestro país, a pesar de que su obra principal la escribió allí y de que impartió cursos de literatura durante muchos años en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Otra noticia sensacional y ¿cómo no? es la de la borreguita clonificada, mientras en el Angelika Center del Village exhiben la versión completa de Blade Runner, pero sólo en función de medianoche, y claro, no podría ser de otra forma pues vergonzosamente ha dejado de ser una obra de ciencia ficción. Y hablando de esto, de los géneros cinematográficos, es interesante advertir que como siempre es difícil separar la realidad de la ficción; me refiero al cine negro, cuyo espacio de acción es el espacio impuro de las ciudades, paradigma de lo siniestro, los gángsters, la droga, la prostitución y el mundo del crimen que ha dejado de ser el privilegio de Nueva York, según se reseña y resume en el último número del New Yorker, dedicado exclusivamente a este problema que se ha trasladado a Nueva Orleans, actualmente la urbe con más violencia de Estados Unidos. Los crímenes que se cometen en la gran ciudad evocan --a manera de compensación-- los grandes espacios abiertos del Oeste, símbolos de la pureza y ejemplos flagrantes del destino manifiesto, territorio específico de otro gran género del cine norteamericano, el western, cuyo máximo paradigma es el mítico John Wayne, según nos lo explica un artículo del New York Review of Books, en franca nostalgia de una nueva expansión y como elíptica alusión al grave problema de la actual frontera que cancela la idea misma de espacio abierto.

Una última peregrinación: voy al Metropolitan donde, entre otras cosas, hay una gran exposición de Tiépolo que me fatiga y sólo me sirve para recordar que Carmen Boullosa y Alejandro Aura viven en una calle del mismo nombre; me maravilla, en cambio, volver a ver una estatua egipcia que representa a un escriba cuyo cuerpo es un prisma cubierto de jeroglíficos, ni más ni menos que las calles de la ciudad recubiertas de grafitti o las leyendas de las camisetas de los transéuntes del Village en un día caluroso aunque invernal.