La Jornada martes 4 de marzo de 1997

Ugo Pipitone
Economía de la violencia

Como una parte sustantiva de los habitantes de este valle yo también acabo de graduarme como ciudadano de la Región más transparente. O sea, acabo de ser asaltado en la calle por un par de jóvenes que usaban como argumento para obtener mis cosas un largo cuchillo apoyado sobre el estómago. Naturalmente me puedo considerar un hombre con suerte: no perdí más que objetos y dinero. Por alguna razón que no sé (o tal vez no quiera) explicar preferí no denunciar el atraco frente a la patrulla que pasó unos instantes después. Aparte el susto y la vaga sensación de indefensión que comparto ahora con algunos millones de habitantes de esta ciudad, me queda la tarea de intentar entender.

Abro el periódico y encuentro en La Jornada el resumen de un informe del Banco Mundial sobre criminalidad urbana y violencia en América latina. Y he aquí las que parecen ser las conclusiones mayores del estudio. Primera: el crimen urbano creciente es un obstáculo al desarrollo económico porque obliga al desvío de recursos escasos hacia tareas de seguridad pública. Segunda: si se usa como indicador de violencia el número de homicidios en relación a la población total, América Latina registra un indicador doble respecto a Estados Unidos --país que, como es sabido, no es el más pacífico del mundo. Tercera: existe, según el Banco Mundial, una correlación positiva entre criminalidad y polarización del ingreso en América Latina.

En el informe en cuestión hay un pequeño y terrorífico dato. Cada año, a consecuencia de lesiones provocadas por sus propios padres, mueren en la región 80 mil niños. Ochenta mil. Dicho lo cual el escape hipócrita que consiste en suponer que la violencia y la criminalidad sean fenómenos que dividen a la población entre entre ``buenos'' y ``malos'', se cierra. Estamos frente a una realidad colectiva enferma. La miseria e ignorancia de millones de seres humanos y el cinismo de instituciones políticas que fingen no ver, y terminan por quedar atrapadas en una maraña de impotencias: he ahí, probablemente, madre y padre de aquella desesperanza que alimenta la violencia subterránea que recorre la vida colectiva de estas partes del mundo.

La vida humana (y me disculpo para el uso de palabras tan grandes) vale aquí muy poco. Si enteras sociedades toleran que, (como ocurre en América latina, y más específicamente en Brasil) el 40 por ciento más pobre de la población obtenga el 7 por ciento del ingreso nacional frente al 20 por ciento más rico que obtiene el 68 por ciento, podrá decirse lo que se quiere pero es obvio que si la palabra civilización quiere decir algo no puede ser algo que tenga que ver con la realidad social de Brasil, ni con la de gran parte de esta región del mundo. ¿Existe alguna ley económica o alguna irresistible fuerza de la historia que haga de una realidad como esta algo ineludible? Es legítimo dudarlo. La opulencia de algunos en medio de océanos de miseria e ignorancia no son condenas divinas sino sofisticadas creaciones humanas.

Es inmoral escandalizarse frente al delirio de violencia y criminalidad que aprisiona a gran parte del continente. Cuando, en nombre de alguna inexplicada racionalidad económica, el ingreso medio del 10 por ciento más rico de las sociedades latinoamericanas es cuarenta o cincuenta veces superior al ingreso medio del 10 por ciento más pobre, nadie puede ocultarse aquello que esto significa: una condena a muerte (por hambre, enfermedades o violencia) para millones de seres humanos.

Este podrá parecer un discurso moralista pero no lo es. El punto es sencillo: en sus raíces la violencia no es problema de orden público sino de desesperación. Con la violencia y la criminalidad cosechamos el fruto maduro de la impotencia colectiva en imaginar y hacer posible algún desarrollo económico que incluya a la gente en lugar que dejarla tirada al borde de los caminos.