Pedro Miguel
Mariguana sin humo

Alguna vez, en su ya lejana campaña presidencial de 1992, William Clinton aseguró que en su juventud había fumado mariguana sin inhalar el humo. Muchos pensaron entonces que una conducta tan inconsecuente resultaba poco verosímil y que aquel alegato de inocencia, o de culpabilidad circunscrita a las afueras de la tráquea, era falso de necesidad, incluso si provenía de un político protestante educado en la abominación de la mentira. Hoy, después de las muchas inconsecuencias que se le han visto al antiguo pacheco de baja intensidad, hoy presidente de Estados Unidos, habría que darle mayor crédito a su versión y suponer que, después de todo, sí pudo ser capaz de una acción tan rara.

Pocos días antes del reparto de estrellitas en la frente a los gobiernos latinoamericanos --el de Colombia fue, una vez más, el niño reprobado--, Clinton nos ofreció una muestra adicional de conducta incoherente, y ésta también relacionada con las drogas: su programa federal antinarcóticos para la próxima década. Según éste, durante el próximo año fiscal --que empieza en octubre-- Washington destinará 16 mil millones de dólares en erradicar la producción y el comercio de enervantes. así como su consumo por parte de 12 millones de estadunidenses, una tercera parte de los cuales --en cifras del propio Clinton-- está compuesta por adictos.

Si los mandos políticos de Washington atendieran a las razones de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de la ONU --la cual señaló ayer que la avidez del mercado estadunidense es la base del problema--, tendría que destinar la totalidad de su presupuesto antidrogas a convencer, curar, sicoanalizar, consolar, sobornar, disuadir o entretener con hobbies menos perniciosos a sus consumidores. Habría, así, buenas posibilidades de reducir de manera drástica el consumo y, por ende, la producción y el trasiego (lo cual, a su vez, minimizaría el poder de los cárteles). A un costo hipotético de 2 mil dólares por alma, con menos de la mitad de los 16 mil millones se podría someter a tratamiento de desintoxicación a los 3.6 millones de adictos estadunidenses. Pero Clinton y los suyos están empeñados en hacer las cosas a balazos y en meter la nariz en otros países, y en esa línea de acción no hay presupuesto que alcance.

El mandatario dice que el volumen de negocios del narco es de 50 mil millones de dólares anuales; demos por buena la cifra. En un contexto económico y cultural regido por el libre mercado, donde en última instancia el que paga manda, tenga o no la ley de su parte, 50 mil millones compran más conciencias, dependencias y armas de grueso calibre que 16 mil millones.

Ciertamente, no todo el presupuesto antidrogas se va a ir en balas y radares contra los narcos: hay que descontar lo que se destine, entre otros rubros, a campañas publicitarias del tipo ``dí no a las drogas'', a reforzar la vigilancia de la frontera con México, los litorales y el espacio aéreo, y a financiar la sustitución de los cultivos de coca en Sudamérica.

En esta lógica, el presupuesto es insuficiente por donde se le vea. Grosso modo, y siguiendo los números de Clinton, los fundamentos del Mal --ese negocio de 50 mil millones de dólares-- son las 207 mil hectáreas sembradas de coca que hay en Sudamérica. Cosechado, refinado y puesto en Estados Unidos, el producto de cada hectárea valdría entonces casi un cuarto de millón. Aun concediendo que la pasta básica de coca aportara sólo el uno por ciento del valor de la cocaína y que el 99 por ciento restante de ese precio fuera el valor agregado por el procesamiento y el trasiego, el rendimiento por hectárea sería de 2 mil 500 dólares. Pero si alguien cree que las inversiones previstas en el plan --cerca de 400 dólares por hectárea, en el caso de Perú--, probablemente esté, a diferencia del joven Clinton, tragándose el humo de la mota.

El plan antinarcóticos de Estados Unidos logrará, a lo más, introducir una tendencia alcista en el precio de calle de la droga --en la medida en que los narcos cargarán a los consumidores finales el costo de enfrentar mayores riesgos--, pero es muy improbable que consiga erradicar --y ni siquiera disminuir en forma significativa-- la producción, el tráfico y el consumo de enervantes en el continente, y eso tiene que saberlo el gobierno de Washington. Visto de esa forma, el programa en su conjunto es un autoengaño, o una propuesta hipócrita o incoherente y, en todo caso, un acto tan bobo como darse un toque sin aspirar el humo.