Hace 80 años, cuando México buscaba reconstituirse legal, política, económica e institucionalmente después de largos años de revolución armada, un grupo de mexicanos relevantes dio a luz un documento excepcional, la Constitución de 1917, que entretejía para la Nación un acabado pacto social a partir de las más altas aspiraciones de la población, forjadas en siglos de historia, de grandes imperios y culturas, de colonización y mestizaje, de lucha por la independencia, de esfuerzos para consolidar una estructura republicana, de nuevas invasiones y pillaje de caudillos, altezas serenísimas y dictadores que traicionaron a su pueblo y defraudaron a su patria.
Todo eso estaba presente en las mentes de los constituyentes, que no sólo tenían memoria y conciencia de estar interpretando a un pueblo hastiado de ser objeto de burla y humillación, de ser fusilador y fusilado; de ser encendedor de hogueras y al mismo tiempo combustible, ceniza y enterrador de sus propios muertos sin que nada cambiara, sino que, además, tenían la lucidez y claridad visionaria suficientes para construir una Carta Magna capaz de encauzar la construcción de ese México definitivo que con democracia, libertad, justicia y desarrollo perfilaba las esperanzas sociales en el siglo que sería de las transformaciones vertiginosas, de las mil modernizaciones.
Entre su promulgación y 1982, la Constitución registró 219 reformas que, sin embargo, casi nunca la alteraron medularmente, más bien la actualizaron y a veces hasta la precisaron en su gran detalle; caso distinto de los 157 cambios realizados por los últimos tres gobiernos: 61 con Miguel de la Madrid, 49 por Carlos Salinas y 47 por Ernesto Zedillo, que la han desfigurado y transformado esencialmente, en su insensata carrera contra la historia, en su fuga hacia el pasado. Todas las contradicciones y desencuentros del nuevo liberalismo con nuestra realidad económica y social han sido plasmados en la Constitución convirtiéndola en genuina criatura de algún doctor Frankestein.
¿A qué vienen entonces los festejos y los discursos oficiales a la Constitución? ¿Qué celebran exactamente?, ¿la subversión de los principios del orden y de la equidad social?, ¿la reapropiación privada del patrimonio nacional, el retorno de los latifundios, la desarticulación de la planta productiva, la entrega de la economía al capital transnacional o la defunción de la soberanía?, ¿o será que celebran la polarización de las desigualdades, la eternización de la pobreza y la cancelación de la esperanza?
Alguna reflexión debería motivar en la cúpula gobernante la inusual rechifla barzonista que acompañó, desde afuera del Teatro de la República, la solemne ceremonia conmemorativa que en el interior se celebró el pasado 5 de febrero en la ciudad de Querétaro.
No obstante, en la Constitución se mantienen aún abiertos los cauces para el cambio social por la vía democrática, por la participación electoral; y estos cauces son ahora más fluidos y transitables que nunca gracias a la tesonera acción ciudadana y a la presión social.
Esta vía constitucional para la reconstrucción nacional es la que debemos potenciar al máximo con participación y conciencia social en las elecciones del 6 de julio, particularmente en la renovación del Congreso, elemento fundamental para lograr, ya, una genuina independencia y el equilibrio de poderes que ha sido hasta ahora un elemento ausente en la vida política del país.