Es preocupante sobremanera la información proveniente de Tijuana sobre los jóvenes mexicanos reclutados por la DEA como informantes, varios de los cuales han sido asesinados, aparentemente, por organizaciones del narcotráfico. Al parecer, estas contrataciones de dudosa legalidad y lesivas para la seguridad y la soberanía nacionales se han realizado desde hace ya varios años, sin que la opinión pública haya sido informada de ello.
La DEA opera en nuestro país bajo autorización de la Secretaría de Relaciones Exteriores, con un estatuto otorgado en función de la convicción nacional de combatir el narcotráfico mediante la cooperación internacional y en aras de preservar la soberanía, la integridad territorial y la seguridad pública. Pero no es claro que la contratación de mexicanos en tareas de información o inteligencia por parte de los agentes estadunidenses sea compatible con el marco legal de los acuerdos bilaterales en la materia. En cierta forma, estos tratos extienden el marco de acción de la DEA y aumentan de manera informal el número de sus efectivos en territorio nacional.
Otro hecho preocupante es la indefinición y la irregularidad de las condiciones de trabajo o contractuales de los mexicanos empleados por la DEA y el aparente desconocimiento de los convenios correspondientes por parte de las autoridades laborales, hacendarias y policiacas nacionales, tanto las federales como las de Baja California.
El hecho escueto es que, atraídos por unos centenares de dólares y por autorizaciones para atravesar la frontera común, un número indefinido de muchachos de colonias pobres de Tijuana aceptó pasar información a los agentes extranjeros sin tener la preparación adecuada ni los informes requeridos para desempeñar tal tarea, y en una situación extrema de indefensión. Ahora -¿cuántos y desde cuándo?- varios de ellos han muerto, al parecer ejecutados por los narcotraficantes, y ninguna autoridad nacional ha informado sobre las pesquisas relativas a esos crímenes.
No puede omitirse una mención a la doble moral estadunidense, cuya agencia antidrogas ofrece, en México, facilidades migratorias a cambio de actividades enormemente riesgosas, mientras que sus instancias estatales, federales y legislativas refuerzan las disposiciones para perseguir a los trabajadores mexicanos que ingresan en territorio del país vecino.
Estas dudosas actividades de los agentes de la DEA en México refuerzan la idea de que su presencia en territorio nacional, lejos de permitir una mejor colaboración bilateral en el combate al crimen organizado, constituye un factor adicional de la violencia asociada al narcotráfico. Es indignante e inaceptable que el organismo asignado por Estados Unidos a la cooperación antidrogas establezca vínculos tan perversos que favorecen, en vez de frenar, el cruento costo de una guerra en la que Washington pone los dólares y las naciones de Latinoamérica ponen los muertos.
Resulta imperativo y urgente que las autoridades nacionales, estatales y municipales investiguen las muertes de esos connacionales; que se refuerce el control y la fiscalización del gobierno mexicano sobre los integrantes de la agencia antinarcóticos de Estados Unidos que operan en territorio nacional, y que se esclarezcan plenamente las reglas bajo las cuales están autorizados a trabajar. Finalmente, los dolorosos sucesos comentados deben mover a reflexión acerca de la necesidad de resistir las presiones procedentes del país vecino -certificaciones incluidas- orientadas a obtener, por parte de México, concesiones en materia de soberanía y, especialmente, el otorgamiento a los agentes de la oficina antinarcóticos estadunidense de poderes y facultades que en el territorio nacional sólo pueden ser ejercidos por las fuerzas de seguridad y los institutos armados de la nación.