La Jornada Semanal, 2 de marzo de 1997


Proust en Berlín

Blas Matamoro

El escritor argentino Blas Matamoro, radicado en Madrid desde hace muchos años, es autor de libros imprescindibles sobre Marcel Proust y Thomas Mann. Dirige la revista Cuadernos Hispanoamericanos y con el propósito de poner al día su permanente interés en el autor de En busca del tiempo perdido, Matamoro asistió a un congreso en Berlín. Ofrecemos su razonada bitácora de viaje.



Con motivo del centenario de Les plaisirs et les jours, el primer libro de Marcel Proust, tuvieron lugar en Berlín, entre el 31 de octubre y el 3 de noviembre de 1996, unas jornadas sobre Proust y la crítica. Las coordinaron los profesores Dieter Ingenschay y Hans Pfeiffer y contaron con el apoyo institucional de la Universidad Humboldt (en cuyo histórico auditorio se llevaron a cabo), la Sociedad Marcel Proust de Alemania y el Instituto Francés de Berlín.

Proust es motivo incesante de investigación crítica y sus textos, de ediciones cuidadosamente confrontadas con variantes e inéditos. Sabido es que las tres últimas partes de su Recherche se publicaron póstumas, por lo que algunos especialistas las consideran apenas un pre-texto y no un texto propiamente tal. O, si se prefiere: una de las incontables redacciones posibles de un texto, pues en esta contingencia textual reside, justamente, una de las adquisiciones más importantes del trabajo proustiano.

Por ello, cobró especial importancia que se invitara a los editores actuales de Proust: Jean-Yves Tadié y Antoine Compagnon, responsables de la nueva edición Pléiade, Luzius Keller, de la alemana, y Alberto Beretta Anguissola, de la italiana, a los cuales conviene añadir a George Pistorius, bibliógrafo de Proust.

Puesto que el tema nuclear fue la relación del escritor con la crítica, una zona considerable de los trabajos se ocupan de la recepción de Proust en diversos países y épocas. En Francia, por ejemplo, la opinión "profesional" distó de ser unánime en los comienzos de la andadura proustiana. Críticos expectables, como Charles Hirsch (Mercure de France) y Félix Bertaux (cuya contribución al número de homenaje de la Nouvelle Revue Française, en 1923, no se incluyó en el mismo y debió salir en una revista alemana), o colegas elogiados por el mismo Proust, como Maurice Maeterlinck, fueron muy duros con la obra en curso. Juzgaron que el proustismo era una moda pasajera, hecha para los esnobs de posguerra, y que la novela no pasaba de ser una crónica de costumbres interminable, ilegible y pretenciosa. Su materia prima era buena, pero el tratamiento carecía de arte. Se le oponían, desde diversas ópticas, las maestrías de Pierre Benoit o André Gide.

En Alemania, en cambio, la recepción de calidad fue más afortunada para Proust. Pronto contó con admiradores del prestigio de Rainer Maria Rilke y Stefan Zweig, entre los escritores, y de Ernst Robert Curtius, Walter Benjamin, Erich Auerbach y Leo Spitzer, entre los críticos. No faltaron las objeciones, pero provenientes, más bien, del campo político y religioso. Karl Toth, por ejemplo (1927), ultranacionalista y antifrancés, naturalmente dolido por la derrota alemana en la guerra mundial, se la tomó con Proust por ser un exaltador del Segundo Imperio, de su patología social, su ociosidad y su velado judaísmo. Karl Time, desde una perspectiva cristiana protestante, proclama que la lectura de Proust le resulta insoportable y que lo único valioso de su libro es su parecido con ciertos aspectos del romanticismo alemán. Precisamente, lo que le reprochaban algunos críticos patrioteros franceses, como Paul Souday, quien denunció la equívoca germanofilia de Proust (por ejemplo, a través del personaje de Robert de Saint-Loup) y su amor masoquista por el enemigo. En verdad, Proust había sido partidario de Dreyfus en el famoso asunto, y luego, abiertamente antinacionalista y, por ello, escasamente entusiasta de las glorias militares francesas.

Variopintos desdenes mereció Proust en las décadas de los treinta y los cuarenta, tanto desde la crítica "derechista" (por ser semijudío, esnob y homosexual) como desde las filas "izquierdistas" del surrealismo y el existencialismo, por tratarse de un clásico (sic). Caben excepciones: Ramón Fernández, André Maurois, François Mauriac. Años más tarde, será una suerte de neovanguardia quien invertirá el discurso, rescatando ųcomo en el caso de Georges Batailleų precisamente lo que Proust tiene de excesivo y transgresor. Lo mismo en cuanto a la crítica estructuralista y los cultores del nouveau roman, quienes se reclaman del voyeurismo proustiano como de un modelo.


Me permito apostillar que una de las lecturas de la Recherche alcanza a ver en ella una historia de familia, de esta familia tan especial cuyos nombres y apellidos jamás pronuncia el narrador, acaso porque son inefables o están censurados

El peligro de todas estas consagraciones ambivalentes (Proust como innovador o Proust como evocador de un mundo bonito y perdido, digno de un coffee table book) es convertir al escritor en una institución administrada por los filólogos que hacen ediciones anotadas, repertorios de personajes, índices bibliográficos, diccionarios de temas, ideas y personas, epistolarios y elencos de memorias y autobiografías. Se puede así olvidar fácilmente la actitud básica de Proust: escribir es un acto de constante autocrítica, a la vez que el objeto criticado nunca es del todo reductible. La lectura y la crítica, por no decir la escritura misma, son una tarea románticamente infinita. El personaje del escritor Bergotte, que muere de una pedestre indigestión de patatas, simboliza, para Beretta Anguissola, este carácter mortífero del análisis, que mata al analista con su núcleo indigerible. Como decían algunos hermeneutas de la Edad Media, un texto se rumia incesantemente, pero no acaba nunca de metabolizarse.

Proust es un crítico especialmente agudo en la Recherche, más que sus dispersos intentos expresamente críticos. Su novela, o lo que fuere la Recherche, es, entre otras cosas, una antología de literatura comparada y una dispersa autocrítica cultural. Su autor, o lo que fuere Proust, convierte, además, edificios, cuadros y músicas, en objetos discursivos, pasibles de crítica. Así evitamos el error referencial de creer que sus personajes tienen claves concretas y que Elstir,por ejemplo, es Renoir, o Vinteuil es Henri Duparc, o Bergotte es Anatole France. La búsqueda es un viaje, pero no un viaje de exploración científica, sino una singladura cuya brújula es el deseo, creador de objetos.

De ahí, también, las complejas relaciones entre Proust y Sainte-Beuve tan bien estudiadas por Karlheinz Stierle. Se sabe que Proust se insurgió contra Sainte-Beuve y que su primer proyecto de la Recherche fue un ensayo que prolongara sus escritos antibeuvistas. Frente al positivismo del crítico, que hacía de la obra un resultado de la biografía, un emergente o apéndice, el novelista proclama tanto la autonomía del escritor como la autonomía paralela del lector, es decir, la autonomía de un texto que es pasible de un cambio constante de sujetos.

Como siempre ocurre, las oposiciones enconadas suelen ser espejos disimulados. Proust acaba haciendo de su Recherche no ya un Contre Sainte-Beuve sino un auténtico Avec Sainte-Beuve. Lo que este último dice acerca de cómo se forma la vocación de un escritor, por ejemplo, puede aplicarse al narrador proustiano, ya que la Recherche narra, entre tantas otras cosas, dicho proceso. Tardíamente, en el texto, el narrador advierte que se ha estado "convirtiendo" en un escritor. También beuviana es la distinción proustiana entre el yo profundo y el yo exterior o ficha, el ser que escrutamos en la memoria y el ser que los otros nos reconocen. A ninguno de ellos tenemos un acceso directo, sino especular: somos un reflejo en el relato del recuerdo/olvido y somos un reflejo en el espejo de los demás.

Saint-Simon, que tanto ha impregnado a Proust, es otra herencia de Sainte-Beuve, lo mismo que el moralismo que Proust rescata de los moralistas franceses del barroco y que pasa por el filtro "moderno" de la fisiología moral o fisionomía moral de Sainte-Beuve.

Otra relación privilegiada es la que Proust mantiene con Flaubert, y que ha sido explorada con especial inteligencia por Rainer Warning. A fines de siglo, la crítica dominante en Francia cuestionaba la maestría flaubertiana. Albert Thibaudet, por ejemplo, veía en Flaubert, apenas, a un repetidor de la tradición romántica. Fue Proust quien se adelantó a señalar el carácter revolucionario de la obra flaubertiana, inscrita en la actitud del escritor-crítico que viene de la Ilustración y llega hasta Baudelaire y Valéry.

Para Proust, Flaubert ha revolucionado nuestro dispositivo de conocimiento tanto como, en su hora, el mismísimo Kant, sólo que apelando a ciertas alteraciones de los usos gramaticales. Frente a la objetividad de la lengua, resalta la importancia de la subjetividad, importancia especialmente significativa para la cultura francesa, tan apegada al edificio de su lengua, y que se sigue valiendo de una lengua literaria codificada en el barroco, según asegura Valéry.

La palabra proustiana no es dócil ni transparente, sino, siguiendo al simbolismo, opaca y significante. Por ejemplo: el exceso flaubertiano en el pasado imperfecto, su muletilla tandis que, su confianza en los periodos de hemistiquios alejandrinos (frases de siete sílabas), etcétera, sirven para indicar una dicotomía entre la visión objetiva o categorial y la visión subjetiva de la impresión, que es un saber preconceptual. Ya Leo Spitzer apuntó la importancia de la impresión primera e inmediata, mediada sólo por el lenguaje, acrítica pero sapiente, el carácter epistemológico del impresionismo proustiano, obligado a la autocrítica por la presencia del lenguaje mismo.

El tiempo como impresión (obsesión que Proust comparte con su contemporáneo y admirador Thomas Mann, a quien desconocía) conduce a otra dicotomía: el continuo temporal y la discontinuidad verbal, marcada por el silencio donde no hay tiempo. Blancos y lugares vacíos (de nuevo, Mallarmé) se tornan significativos y ponen en cuestión la totalidad épica clásica y el sentido unívoco y direccional del mundo, todo por obra de la ya mencionada autocrítica del lenguaje. Hay en la Recherche, pues, una teleología imposible y grandiosa. Flaubert suministra el modelo: se liquida la subjetividad romántica por medio de la impasibilidad objetiva del observador, que permite la aparición de otra subjetividad, la del lenguaje mismo. Romántica, en cambio, es la ironía, la aceptación irónica de la vida, refundida plásticamente por el arte, según Flaubert trata de explicar en una carta a Louise Colet, pues don Gustave gustaba, como el narrador con Albertine, dar lecciones de teoría poética a su amada, epístola mediante.

El metaforismo del yo proustiano no está lejos de la impasibilidad flaubertiana: el mundo se convierte en un ejercicio metafórico, ligado a esa volupté sauvage de Flaubert, un mortalismo opuesto al vitalismo de Nietzsche y Bergson, el gozo decadente de ir aniquilando el mundo inmediato por medio del lenguaje que lo reconstruye y lo inventa, dotado de negatividad creadora.

Con todo ello se relaciona el gusto proustiano por el pastiche, estudiado por Walter Bruno Berg. El pastichismo es una visión perspéctica de las cosas y una forma crítica en acción. El pastiche es un ejercicio de estilo que implica una críticadel estilo y pone al hombre junto al mundo, alejándose de cualquier artilugio estetizante o decadente, que intenta convertir la vida mundana en una obra de arte. El yo queda como promesa paradisíaca de una identidad definitiva, el Edén donde yo soy siempre el mismo, pleno y eterno. Para Proust los paraísos sólo son paraísos perdidos, identidades vividas como irreparable pérdida y como utopía.

De esta manera, la Recherche aparececomo un testamento, la historia de cómo no se escribe un libro, pues el libro pleno es imposible, en tanto se cumplen los pastiches de los escritores canónicos,los otros que acaban adueñándose, irónicamente, del supuesto escritor. Éste, más que tal, es un lector, entendiéndose la lectura como un acto solitario pero no egoísta ni impasible, sino activo, pues incorpora el texto, le da cuerpo. Y, al darle cuerpo, le da tiempo, le da historia. La lectura es, pues, un acto social y, en tanto decisión y elección de signos, también es un acto moral. ƑHabía Proust leído y aceptado a Nietzsche? Más bien parece inverosímil, pero estas ideas dialécticas pudo haberlas captado en Ruskin, como aventura Jürgen Ritte.

Proust concede más importancia a los siglos de la historia que a la historia misma, según han advertido Samuel Beckett y Gilles Deleuze. Paradójicamente, como opina Dominique Viard, el mundo es comprensible a través de sus signos, que no son del todo comprensibles, porque su desciframiento se hace por medio de otros signos, en infinita espiral romántica. La Recherche es una búsqueda y una investigación de la verdad, que se traiciona y se revela, al mismo tiempo, por unos signos involuntarios, por ese proceso que Mallarmé describe como la conversión de las impresiones en jeroglíficos. No hay signo sin impresión como no hay esencia fija en el objeto que el signo representa ni en el sujeto que lo percibe. Hay diseminación de signos en el mundo, ese proceso que solemos denominar historia. La Recherche resulta, a la vez, una enciclopedia y algo que trasciende al libro, un metalibro, o la novelade un mundo visto como novela. El mundo real es inaferrable como si fuerasagrado, algo que se propone como un más-allá. Esta tarea es confiada por Proust al arte y confiere a la empresa un carácter religioso. Significar es imaginar, construir imágenes, normalmente metafóricas, alegorías de un mundo que está-ahí pero que no podemos asumir radicalmente, sino apenas mentar. La mención acaba por constituirlo como mundo.

Pertinente, entonces, resulta la relación Proust-Freud, estudiada por el profesor Bowie, de Oxford. En ambos es decisiva la forma dialógica: el otro constituye siempre al interlocutor, como en la entrevista psicoanalítica. Albertine juegael rol del analista y la transferencia es el modelo del amor: hablo a la amada y creo que ella posee la plenitud del sentido de cuanto yo digo, sentido que a mí se me escapa. Idealizo en la amada al saber absoluto, que es un saber supuesto, y le entrego mi afectividad. La prisionera proustiana es absoluta escucha, hasta convertirse en pantalla de mi decir, en objeto inerte, pasivo y obediente a mi fantasía.

Cuando hay momentos de especial intensidad afectiva (memoria, éxtasis, júbilo) aparece el inconsciente, el otro que me hace decir, y el diálogo se convierte en un asunto de tres o, quizá, dadoque la escucha también tiene su inconsciente, de cuatro. Proust hace de esta forma una crítica de la psicología introspectiva en la novela psicológica convencional, lo mismo que Freud hace la crítica de la psiquiatría clásica.

Me permito apostillar que una de las lecturas de la Recherche alcanza a ver en ella una historia de familia, de esta familia tan especial cuyos nombres y apellidos jamás pronuncia el narrador, acaso porque son inefables o están censurados (censurar el nombre es ocultar el origen). La abuela es llamada Bathilde por un tercero, una sola vez en el libro. Y el narrador/barrador es llamado Marcel, una sola vez y por Albertine (Ƒes un nombre civil o una contraseña, el signo de que la amada es la única que sabe nombrar al narrador, como la madre es la única que conoce el auténtico nombre del hijo, la única que sabe verdaderamentesu origen?). Es curiosa esta maniobra de barrar o borronear los nombres propios, siendo que el narrador es goloso de parentescos, abolengos y genealogías. Acaso nos esté habilitando para convertirnos en miembros de esa familia anónima, a la cual damos nuestros nombres y nuestros cuerpos de lectores, en ese momento fugaz de plenitud de la verdad que es la lectura.

Y la lectura, las lecturas, siguen, imparables, en una incesante recherche. Resulta estimulante que se reúnan gentes de distinta procedencia, en este esquicio de capital europea que es Berlín, la ciudad que se destruye y se reconstruye sin parar, donde se tornan ausencias y figuraciones de la memoria los imperios de ayer y anteayer. Si Europa lograra convertirse en un coloquio proustiano, podríamos abrigar una gran esperanza de convivencia.