La Jornada Semanal, 2 de marzo de 1997
Lo que constituyó una conmoción de la que tardaría largo tiempo en sobreponerme fue el hecho de que allí todo se vendiera y que yo hubiera sido un testigo al que le constara semejante transacción. Quiero decir las obras más altas del humano espíritu, permítaseme hablar así, algunas de las cuales conocía en reproducciones que ya en los libros me habían hecho sentir que el resto de las cosas era nada al lado de ellas. Otras habían pertenecido a museos obligados a vender y en cuyos muros las había largamente admirado; o sea, que allí se podían comprar Botticellis y Da Vincis, para decirlo de una vez. En este instante incluso siento aún una especie de vergüenza, como si incurriera en una forma de deslealtad al escribir el nombre de los artistas cuyos cuadros vi circular sobre ese podio que tenía, sin serlo, el carácter de las transitorias tarimas sobre las que hace tiempo se expendían espléndidas esclavas, como si fueran los artistas mismos los directamente implicados en el acto mercenario. Me refiero a la primeravez que asistí a una auction en Sotheby's, que los neoyorquinos llaman Parke Bernet, en el 980 de Madison Avenue.
Dije la primera vez, porque volví en otra ocasión que corroboró la impresión primera, empeorándola. Ese día, a punto de salir de mi hotel para encontrarme con las personas que me habían invitado, antiguos conocidos míos, participé en un incidente nimio a la vez que molesto. Estaba a punto de alcanzar la salida, en el lobby, cuando una voz arpeica que lanzaba injurias contra mi país me hizo volver hacia ella. "šNo voy a México, es un país de ladrones, allí roban en todas partes y es el lugar más sucio y corrupto del mundo. Yo lo sé muy bien porque allá vivo!" Para mi sorpresa, me encontré con que era una mujer a la que conocía, ya que me había entrevistado para la radio en alguna ocasión. Dirigía esos denuestos a un joven bellųboy que la miraba con sorna y los labios plegados en un gesto de desdén. Era increíble. Le dije enseguida, sin saludarla, que dejara de expresarse de ese modo, que tal cosa era propia de descastados y le aseguré al muchacho, un norteamericano, que no es que no robaran y eso, pero no más que en Nueva York, y que había otras cosas que etcétera. Él me miró con simpatía y alivio, con aire de saberlo todo muy bien y se fue, no sin dirigir una última mirada de desprecio a la mujer, que aunque calló no pareció inmutarse más allá. Años después, la volví a encontrar convertida en agregada cultural de la embajada de México en un país de Europa.
Dejado atrás el incidente, que de todas formas no había sido una adecuada preparación a lo que vendría, llegamos al bazar. El edificio mostraba en todos sus detalles que se trataba de una muy estructurada corporación, de un refinamiento más lujoso de lo que yo había calculado. La gran entrada se abría a un vasto corredor decorado con elegancia irreprochable, flanqueado a ambos lados por elevadores, con ujier de gran gala en la entrada principal y elevadoristas que sin duda eran egresadas de Vasaar. Numerosos pisos recubiertos de parquet, salones de exhibición de tapices, joyas, cristalería, escultura, muebles, vajilla y pintura, toda la gran pintura del mundo de todos los países y épocas, y cada salón era un museo en sí, con estilizadas recepcionistas, edecanes y vendedores con vestimenta y maneras de altos ejecutivos; las empleadas despedían aromas de perfumes caros; en ese tiempo, Giorgio comenzaba a estar de moda. Llegamos a nuestros lugares en el mayor de los salones, que recordaba el hall del Carnegie, conducidos por una edecán, y dio comienzo la muerte súbita.
Primero fue una inquietante frustración que no alcanzaba a definirse ni aceptarse como tal. Todo el mundo estaba extraordinariamente vestido, las mujeres ni se diga, y había varios hombres de smoking; árabes vestidos de sedas y enjoyados, y algunos impenetrables japoneses rodeados de atentos secretarios; había, entre muchas, una indescriptible joven con una tiara de esmeraldas, lo que no dejaba de ser excesivo, aun allí, pero su hermosura hacía que sólo se pudiera sentir agradecimiento por dejarse ver, con todo y tiara. Sin embargo, la atmósfera que desprendía el salón pesadamente encortinado pertenecía al polo opuesto de la que debía esperarse de un lugar destinado a contener arte de esa magnitud. Había mucho de ominoso en esas indiscernibles oquedades que se abrían entre la suntuosa concurrencia, entre las sofisticadas mujeres y sus tycoons de grandes habanos, algo impalpable y denso a la vez, que despertaba la nostalgia por las entusiastas muchedumbres que invaden el MOMA, por ejemplo; como si estuviéramos en una casa de apuesta, ni siquiera en un casino sino en esas sucias casas de apuestas por teléfono, o ante las ventanillas de un hipódromo, y los potenciales adquirientes de esas obras excelsas fueran ni más ni menos que apostadores. Había también un muy perceptible, casi palpable erotismo, proyectado sobre todo por las mujeres, la mayor parte muy atractivas y más las de cierta edad, maquilladas como si Cleopatra en persona las hubiera aconsejado, mostrando, entre un escándalo de sedas mitigado por generaciones de high training, abismales y subyugantes intimidades.
ƑCómo era posible que ese erotismo, tan superior en su descaro y refinamiento al que podía desprender un prostíbulo de lujo, se sintiera igualmente desplazado, anulado a pesar de su impudicia, como si fuera también un producto que no iba a encontrar allí, en ese lugar que estimulaba su florecimiento, a ningún recipiendario, amante o comprador dignos de su oferta? Quizás esa intensidad erótica, tan potente como impersonal, era no más que la emanación o contagio del espíritu de la subasta, y ese mostramiento no fuera sino el inherente preludio de la fiesta del mercado que seguiría y en la cual cada una tenía que mostrar lo mejor de sus atributos para seducir simbólicamente a los posibles compradores. Todo se iba a vender. Todo se vendía, era la ley que los congregaba; se vendían los valores más altos de la vida, los valores estéticos supremos, las personas y el arte, sobre todo el arte, ese artículo convertido literalmente en el lujo por excelencia entre los lujos de este mundo y que en su origen es, como dijo el poeta de la poesía, "inmortal y pobre".
La subasta comenzó sin protocolo alguno, sin nadie entre la pléyade de distinguidos caballeros de erudita elegancia que hiciera el menor intento de rito introductorio, sin nadie que anunciara siquiera en términos generales la clase de obras a la venta y sin que nadie al parecer experimentara la necesidad de que se le ponderaran virtudes de ningún género; allí, era obvio, todos sabían de qué iba. El subastador subió a su podio y los asistentes pusieron sobre el atril de exhibición el cuadro, aludido en términos anodinos con algún toque de irónico doble sentido. En ese instante ocurrió el choque de que hablé al principio, pues se trataba de un Corot maravilloso, un paisaje cuya textura evocaba con un solo toque de blanco entre sus profundos verdes la tersa superficie de las porcelanas de Sèvres. Como usted, soy un antiguo admirador de ese pintor del pasado siglo y ésta era una pintura excepcional. Hasta ese instante, como he dicho, yo había visto esas obras sólo en sus ámbitos propios, en los que la belleza ha encontrado morada y la epopteia (la ciencia de la contemplación de la belleza) dicta las leyes que regulan la emoción y el orden, pero al ver que de pronto la sala se agitaba y surgían de todas partes los postores, como si el salón fuera un animal tentacular y monstruoso que extendiera cada vez más, a medida que el precio se elevaba, sus extremidades hacia esa obra vuelta de súbito indefensa, experimenté una violenta conmoción.
Esa maravilla, pues, se estaba vendiendo; había dejado de ser obra de arte para verse convertida en artículo, sometida a un movimiento triturador y omnipotente, al poder del dinero. Cuando se la adjudicó, al doble de su precio de salida, el comprador pareció culminar con su cuerpo ųpero en especial con sus ojosų una especie de orgasmo que abarcaba a la sala, como si hubiera sodomizado, al ganarla, al resto de los ofertadores vencidos. Las mujeres lo veían sin disimulo y algunas con total descaro. En ese instante se cumplía la agitación erótica que todo lo envolvía desde antes y que ahora alcanzaba su descarga finalmente sexual. Estábamos en el centro de un teatro genital. Alguna vez yo había recibido de lleno la carga del potenciador erotismo que desprenden las muchedumbres involucradas en movimientos políticos demandantes de justicia. No olvidaré la manifestación silenciosa a lo largo del Paseo de la Reforma, que se convirtió en una interminable eyaculación con todas las mujeres que participaban y con las que nos encontrábamos a lo largo del trayecto, después del cual estuve tres días en cama. Fuente y catarata de fervores que a todos inundó.
Pero esta ordalía que acontecía a mi alrededor no me tocaba, ni a mí ni a los asistentes que no ofertaban, sino como espectáculo. Las excelencias del Corot se habían extinguido ante mis ojos no bien comenzó la arrasadora puja, inmolando toda calidad que no fuera la del precio más alto, si ésta fuera alguna; era también algo parecido al patetismo de la empresa de los atletas profesionales que salen a la pista a batir su propio récord. Esa atmósfera erógena experimentaba a su vez altas y bajas, como en una Bolsa del sexo, según el precio de los cuadros. Nosotros habíamos visto las pinturas antes de entrar al salón de ventas en una sala adjunta ųrápidamenteų, lo suficiente para que me quedara en la fascinación producida por un Pascin, cuya delicada intensidad precisamente sexual me había atrapado con su insidiosa sutileza, tan cercana a lo delictivoųpoético. Cuando salió a la venta, con un precio absurdamente bajo y dado que yo lo había juzgado entre todos como el cuadro por el que más hubiera pagado, no pude evitar un movimiento reflejo, sintiendo en carne propia el flujo que dominaba esa orgía.
Levanté la mano con los dedos separados, como había visto hacer a los que ofertaban cinco mil dólares más. Ofrecí primero que nadie. Por supuesto que no habría podido pagar ni la décima parte del precio de salida del Pascin, menos mis cinco mil, pero sentí durante ese breve lapso que el Pascin fue mío. Mis conocidos me miraron entre divertidos y alarmados, y él alcanzó a decirme: "No seas bárbaro, hombre." En ese fulgurante instante, por otra parte, yo había obtenido, si no la posesión del cuadro, sí otra recompensa a mi osadía: la deslumbrante joven de la tiara, que nunca vio a nadie fuera de sí misma, me miró por un instante cargado de mil cosas que no supe discernir pero que no dejaban de ser terribles anagnórisis, sonriendo por esa única vez en la noche; en esa sonrisa me abandoné con ella en una oscura unión. "Amor, ido como un relámpago que dura 5,000 años." Enseguida otro postor ofreció más.
El ardor de los contendientes en aquella arena en que se había convertido el salón se inflamó con la aparición de un Renoir azul que mostraba a una jovencita tejiendo algo inocuo, pero cuyo precio alcanzaba el primer cuarto de millón de la velada. Su compradora, una vieja señora, no realizó movimiento alguno, se contentó con apretar los enjutos labios. Todo bullía en un mar de atroces emociones. Mi antigua fe en los valores estéticos como los supremamente fundadores de los demás valores, había sufrido una muy seria embestida; si lo superior resultaba fácilmente manejable de tan brutal manera por el dinero, la estabilidad de mis ideas y sentimientos mitificadores ųen los que yo, digámoslo de una vez, era muy ricoų se veía trastocada en sus cimientos; todo podía ser, como afirmaban con frecuencia mis conocidos, prostituido hasta el fondo; ellos, que eran adinerados, sin duda lo sabían; allí, como en ningún otro lugar que yo conociera, el que pagaba mandaba. Y vaya sobre qué.
Me dejaba ir en esas reflexiones que nunca van a nada, cuando me percaté estupefacto de que mis conocidos, que habían comenzado a ofrecer, compraron un Picasso de buen tamaño. Nuevos desvaríos. El hecho de que estas personas que yo conocía y con las que formábamos el bloque latinoamericano del happening hubieran adquirido un fragmento de ese templo, me hizo sentir orgulloso como un estúpido, por más que me diera cuenta de que esas formas transferenciales han sido (in)justamente la causa de la perduración de infinitos males, injusticias exactamente latinoamericanas. "Que el cielo (de alguno de mis latinos) exista, aunque mi lugar sea el infierno." Está escrito.
Y el problema se complicaba por otros lados: Ƒpor qué un Pissarro podía costar mucho más ųvaliendo infinitamente menosų que un Giacometti, o un elemental aunque simpático Calder más que un espléndido y (casi) prehispánico Moore? ƑQué viejo gordo ųcomo el de Zempoalaų dictaba aquí esos valores? Al mismo tiempo se definía, en los tableros de la Bolsa estética, un desconocido orden en mis (secretas) prelaciones: me sentía ufano de que algunos pintores, un Balthus, un Jawlensky o un Rothko, se cotizaran mejormente que inciertos MonetesųPicassos o que un hartante Chirico (los buenos son muy pocos). El Pascin que me gustaba, "Nu au bas noirs", lo compró muy pronto y muy barato un árabe, lo que me hizo confirmar que esos tipos saben. Yo había insistido ante mis conocidos en que lo comprasen, pero la baratura de su costo, para ellos, hizo que no me hicieran ningún caso. En su soberbia llevarán la penitencia, aunque nunca lo sabrán. En eso, zas, que se zampan un Renoir, insignificante como él solo; gris, como no suele serlo ese pintor de encendidos tonos.
Yo había clamado porque se quedaran con un Monet o un Bonnard, mis consentidísimos; en vano, no les llegaban (ellos, los pintores) al precio. Fue entonces que me di cuenta. Los compradores adquirían siguiendo en los catálogos, que yo sólo compré como souvenir al final de la subasta, el pedigree de los anteriores poseedores. Éstos, en primer lugar, eran quienes determinaban el índice de la cotización y el nivel de la puja. Por ejemplo, si en el apartado Provenance se encontraban nombres de grandes coleccionistas (de los que suelen vender poco), como el barón Kolmar, de Budapest, los Vanderbilt, los Guggenheim, Cécile de Rothschild, o bien de galerías ilustres, como DurandųRuel y Maeght de París, Untermeyer de Nueva York o Corcoran de Washington, acompañados de una Literature sobre los cuadros que incluía a Herbert Read, Alain Bosquet o John Russell, era seguro que ofrecerían hasta lo que no y de ese modo, a la vez que se resarcirían muy pronto del gasto en un momento dado y desde luego con ganancia, pasarían a formar parte de ese ilustre stock de poseedores. La clase cuesta, de infinitas maneras, y el esnobismo no reconoce ni obstáculo ni límites que no pueda vencer, ignominia incluida.
Dentro de mí todo giraba: la adquisición era superior a muchas cosas, se podía decir que a la creación misma, valor subordinado. ƑA qué? A su sola posesión. Se apoderó de mí de manera casi obsesiva el recuerdo del proverbio inglés: "La posesión constituye el noventa por ciento de la ley." Así se aprende, niños. En ese lugar de Madison, el erotismo, el sexo y quizás el dichoso amor no eran sino adminículos del poder monetario, y consideraba ahora desde otro (terrorífico) ángulo el dictum poundiano: "El dinero es Dios." Todo ello porque el arte (el gran arte, que había sido para mí hasta entonces sagrado, una especie de sustancia que se trasminaba y derramaba desde lo alto de manera invisible y bienhechora sobre el mundo, transfigurándolo) se vendía; cambiaba de lugar, de dueño, de utilización y quizá de sentido, igual que otro objeto cualquiera. Esa venta era una obscena manipulación de parte del poder que degradaba lo que, de todas formas, pertenecía a la esencia de la felicidad, por más que incontables obras hayan sido un inevitable producto de la desdicha.
No pensé mal del arte mismo, a pesar de mi confusión. Pensé pésimamente de mí y de la raza humana, de la historia y de los dioses de la sexualidad y del poder; mal incluso de una deidad de lo bello que no penetra y no se apodera de las entrañas del ser y no vence incontrastablemente a Mammón, que nos domina y masacra en esos sitios, sus templos, sus burdeles. La cumbre de este trastocamiento se alcanzó cuando se puso a la venta ųno a la consideración, a la seducción, al enamoramientoų un maravilloso Kandinsky, abstracto como un Kandinsky, que elevó hasta el desenfreno el lujuriante espíritu de la puja. Ya no tuve, a esa altura de la representación, que preguntarme por qué el abstracto por excelencia los hacía enardecerse sensorialmente más allá de lo que habían logrado los artistas dotados de una literal y punzante sensualidad. La pintura del ascético e intelectual artista ruso llegaba allí costando diez veces más de lo que obtuvo en su vida por el conjunto de su obra (para no mencionar otros ejemplos peores). Pero quién repara en tales minucias. En un momento dado, cuando la pintura rebasó el millón de dólares, los contendientes mostraron lo peor de sí mismos (que allí era entendido como lo mejor) y la sordidez flotante penetró más que nunca en todos, excepto en el imperturbable y fársico subastador que ahora mostraba, inocultable, su carácter de bufón trascendental y se enseñaba como el único representante posible del dueño del changarro, del imperio, de la Tabaquería.