MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Mole verde
¿Cómo iba a imaginarse lo que le pasaba a la señora Marta? Primero, no escuché lo que conversó en el teléfono y después que colgó no la vi llorar ni me dijo nada. Aunque viene bastante, doña Marta y yo pocas veces conversamos. Ella no tiene tiempo y yo menos. Por increíble que parezca, sobre todo en las mañanas, no tengo un minuto libre para mis cosas, menos para meterme en las ajenas.
Este negocio es pequeño, pero me come mucho tiempo: despacho, llevo las cuentas, hago los pedidos, acomodo la mercancía, barro la calle y por si fuera poco tengo que llamar a los vecinos cuando les hablan por teléfono.
Por el rumbo no hay casetas. Desde el día que le facilité mi teléfono a la muchacha que trabaja en la fonda de la esquina se hizo costumbre que vinieran otras personas del rumbo para hacer sus llamadas o recibir los recados. Como todos se ofrecieron a pagarme unos centavitos extras por el servicio, creí que estaba haciendo el negocio de mi vida. Ahora comprendo que me equivoqué: lo que saco en dinero no es nada en comparación a lo que gano en problemas. El que ahora tengo con los vecinos, y sobre todo con la señora Marta, pude habérmelo ahorrado negándome a prestarles mi teléfono.
En mi casa me dicen que exagero, que no es para tanto, que ya no me mortifique; pero ni modo de hacerme de la vista gorda cuando sé bien lo que anda diciendo la gente: que soy una egoísta metalizada, que lo único que me importa es el billete. No es cierto:
Dios sabe que desde que me enteré de lo que le sucedió a Remigio me siento muy triste por él y por su familia.
Pobre Remigio: morirse a los trece años, de un modo tan feo y sin que su familia haya podido enterrarlo. Si a mí me dolió tanto saberlo, ¿cómo les estará pasando a don Fermín y a la pobre de Marta? Dicen que ella está deshecha, algunos comentan que ya se volvió loca. Esto porque cuando las mujeres se ofrecieron a rezar con ella la novena, ni les hizo caso y siguió meneando y dándole probaditas al mole verde.
Ese era el guisado predilecto de Remigio. Lo sé porque él me lo contó. Poco antes de irse vino a preguntarme si también recibiría llamadas por cobrar. ``Según de dónde vengan.'' ``Del Norte.'' ``¿Y quién viaja?'' El niño me contestó que pensaba irse primero a Tijuana y después a San Isidro. Como muchos de por aquí se van sin avisarle a la familia, sospeché que Remigio quisiera hacer lo mismo. ``¿Tus papás ya lo saben?'' ``Sí.''
Ese muchachito siempre me simpatizó, por eso me atreví a meter mi cuchara: ``Yo, en el caso de tu madre, no te dejaría ir. Es peligroso y luego los que se van no regresan. ¿Piensas quedarte por allá?'' No. Los proyectos de Remigio eran otros: trabajar un tiempo y regresarse a México con sus buenos billetes.
Me contagió su entusiasmo. ``¿Y qué piensas hacer con tu dinero?'', le pregunté. ``Antes que nada, una fiesta. Se va a poner buena. Desde ahorita queda invitada. Mi mamá cocinará lo que más me gusta: mole verde''. Con el resto de sus ganancias Remigio pensaba comprarles a sus padres un terrenito donde pudieran construir un cuarto ``y después otro y otro hasta que tengamos la casa más grande de esta colonia''.
Remigio nada más realizó la primera parte de sus sueños: pasó en el norte los últimos dos meses de su vida. En todo ese tiempo al menos una vez por quincena se comunicaba para acá. Hasta yo sentía bonito de oir la voz de la operadora: ``De Tijuana habla por cobrar Remigio Dávalos. ¿Se acepta la llamada?''. Nunca lo pensé dos veces. Marta ya me había dado instrucciones: ``Siempre que sea mi hijo, o alguien de parte suya, échame un grito''.
Durante las conferencias, doña Marta casi no decía nada, nomás se quedaba oyendo al hijo contarle sus aventuras. Debieron de ser muchas porque las conversaciones eran medio larguitas. Seguro que en los últimos tiempos la pobre mujer sólo trabajó para pagarme el teléfono. Por cierto, nunca me pidió fiado. Es más, se quedaba conmigo esperando a que la operadora nos dijera el costo del servicio.
Por eso me extrañó tanto que antier en la mañana se fuera sin pagarme. En la tardecita, cuando mi Betzabé regresó de la secundaria, le dije: ``Pásate a la casa de doña Marta y le dices que si de favor me manda lo del teléfono y lo de su compra. Le enseñas el apunte para que recuerde lo que se llevó: medio kilo de pepita, un frasco de consomé, un kilo de tomates verdes y una lechuga; le explicas que las yerbas de olor y las hojas de aguacate se las regalo''.
Doña Marta me pidió todo eso después de que colgó el teléfono. No me extrañó que la conferencia la hubiera pedido un tal Joaquín Benavides pero sí que hubiera sido tan breve, y por eso pregunté: ``¿Qué noticias le dieron del Remi?''. En vez de contestarme, doña Marta se apuró a meter todas las cosas en la bolsa que le di y luego salió corriendo. Comprendí que tenía prisa, no quise entretenerla y por eso pensé: ``Apenas regrese mi Betzabé, la mando para que cobre''.
Al poquito rato de haberse ido, mi hija regresó despavorida y don Fermín detrás de ella gritándole muchas insolencias: ``Infeliz, perra, eres igual que tu madre: con tal de ganarse un centavo son capaces de pasar por encima de quien sea, hasta de un muerto''. Aquello me agarró tan de sorpresa que no se me ocurrió más que abrazar a mi muchacha para protegerla, pues ya se me figuraba que el hombre se le iba encima a los golpes.
Don Fermín siguió insultándonos y diciéndonos no sé cuánto de lo que me debía pero luego, de repente, empezó a doblarse hasta que se cayó junto a las cajas de refresco. Pensé que era un infarto y corrí a ver. Sentirme cerca bastó para que el hombre se soltara llorando como una criatura. Al verlo sentí la cosa más horrible, a la mejor porque no estoy impuesta a ver que los hombres lloren.
Tuve una mala corazonada y por desgracia no me equivoqué. Ahogándose, con muchas dificultades, don Fermín me explicó que la llamada de en la mañana la había hecho un conocido de su hijo para avisar que el Remi estaba muerto. Enseguida saqué conclusiones: ``¡Le dispararon los de la Migra!'' Como si estuviera loco, don Fermín empezó a reirse y luego volvió a llorar.
No era para menos: me contó que Remigio había muerto al caer de un camión, atestado de indocumentados, rumbo a San Isidro: ``Mi muchacho iba atrás, recargado contra la puerta; debió estar mal cerrada porque en una vuelta que dio el chofer, se abrió y mi niño se cayó a la carretera. Las llantas lo hicieron pedazos y allí quedó''. La muerte del chamaco me dolió muchísimo y me solté llorando. Quién sabe qué pensaría don Fermín porque enseguida se levantó y antes de salir de mi estanquillo me tiró a la cara un montón de billetes arrugados.
Para esos momentos ya habían llegado a mi estanquillo un montón de curiosos, así que oyeron cuando mi vecino me gritó: ``Tome, cóbrese. No queremos deberle nada a nadie y menos a usted. Pinche vieja: le puede tanto el dinero que ni siquiera se esperó hasta mañana para cobrarnos''. Intenté aclarar las cosas pero don Fermín no quiso oirme. Se fue y con él toda la gente.
Juro por Dios santo que antier en la mañana doña Marta no me dijo nada, ni lloró, ni hizo nada de lo que yo habría hecho en caso de que alguien me hubiera dado una noticia tan mala. Entonces, ¿cómo iba a saber de la muerte de Remigio? Ella es de por sí muy seria, siempre tiene mucho que lavar, así que ni me extrañó que agarrara su pedido y se fuera volando.
Las noticias ya corrieron por todo el rumbo. A estas horas las gentes piensan que soy una infeliz, que lo único que me importa es el dinero. No es cierto, y menos que doña Marta se haya vuelto loca. Yo la entiendo, sé lo que ella sabe también: que desde ahora y para siempre, cuando quiera hacerse las ilusiones de que su hijo no está muerto se pondrá a cocinar el platillo predilecto de Remigio: mole verde.