Descubridor del Templo Mayor y creador del maravilloso museo adjunto, Eduardo Matos se ha convertido, también, en custodio de los tesoros que van apareciendo en las excavaciones de los alrededores, no sólo de carácter prehispánico. Recientemente en la Capilla de las Animas, adyacente a la Catedral Metropolitana, fue encontrada la ``primera piedra'', consistente en una hermosa caja de recinto con impresionante tapa coronada por un cráneo y dos huesos cruzados, tallados en el pétreo material; en la parte interior, en bajorrelieve, el símbolo de Jesús y la fecha de 1721, todo pintado en un vivo color rojo mamey, con la brillantez del primer día, lo que habla de la extraordinaria calidad de las pinturas que utilizaban nuestros antepasados.
El interior contenía diversos objetos bellos y significativos, entre los que destacan: varios corazones de plata, una cruz de madera casi desintegrada pero intactas las puntas, del mismo material del corazón, al igual que medallas y monedas, una especial con cuatro caritas. Sobresalen una medalla con concha nácar finamente pintada y un corazón con una ánima. Esto tiene sentido, pues la capilla estaba precisamente dedicada a las Animas del Purgatorio.
La poca información sobre dicho lugar nos hizo acudir al erudito arquitecto Fernado Abascal, quien tras una consulta con su amigo don Artemio, nos hizo saber que se construyó con el propósito de colocar en ella los restos que se sacaban de sus sepulturas, a fin de que éstas quedaran libres para otros cuerpos. Padeció un incendio en 1748, reconstruyéndose en la forma que ahora tiene.
Aquí estuvo en depósito el cadáver de Maximiliano de Habsburgo, después de haber sido embalsamado en el hospital de San Andrés, ubicado en donde ahora está el Museo Nacional de Arte. De la Capilla de las Animas recogió el cuerpo el almirante Tegethoff, para llevarlo a su Austria natal a bordo del ``Novara'', el mismo barco que lo trajo vivo a México.
Esta capilla tan poco conocida está atrás de Catedral, sobre la calle de Guatemala; se distingue porque en la sobria fachada tiene un gran nicho, con una patética ánima del purgatorio quemándose entre impresionantes llamas, todo ello labrado en piedra con extraordinaria maestría; aún conserva algo del color original. El interior es muy austero; unas cuantas imágenes, y un altar estilo neoclásico sin ninguna gracia, pero la arquitectura es bella.
Esta es una más de las joyas que tiene la iglesia principal de México. Construida a lo largo de tres siglos, quizás lo último fue el Sagrario Metropolitano que edificó en el siglo XVIII el sobresaliente arquitecto Lorenzo Rodríguez, autor de varias de las obras más bellas de ese siglo, como el templo de la Santísima, el palacio de los condes de Xala y, desde luego, de ésta que hablamos. Situada al oriente de la Catedral, su iglesia es de cruz latina; en el centro del crucero se desplanta airosa la cúpula octagonal sobre pechinas. De impresionante hermosura resultan sus dos fachadas; recubiertas de tezontle de color vino casi rosado, están decoradas con cantera labrada finísimamente. El rasgo más distintivo de las portadas es la utilización de estípites enmarcados por una profusión de relieves antropomorfos y zoomorfos, que junto con las numerosas esculturas integran un proyecto iconográfico verdaderamente original.
Don Jesús Galindo y Villa, connotado investigador, maestro e historiador, nos informa en su Historia sumaria de la ciudad de México que la primera piedra de la actual catedral --antes hubo otra casi en el mismo lugar-- se colocó en 1573. Por cierto, esta obra y la Historia de la navegación en la ciudad de México acaban de ser reeditadas por el DDF; bien presentadas y a buen precio se pueden adquirir en la librería Pórtico de la Ciudad de México (Eje Central 24, esquina Venustiano Carranza), y a la vez deleitarse con la belleza de las capillas dieciochescas en donde está instalada.
Para los amantes de la capital, allí también pueden encontrar Usos e imágenes del Centro Histórico de la ciudad de México, interesante estudio de Jerome Monnet, que proporciona datos y cifras sumamente ilustrativos sobre la actual metrópoli. Para deleitarse con el pasado tienen el libro Planos de la ciudad de México del siglo XVI y XVII, delicioso trabajo de tres eminencias: Manuel Toussaint, Federico Gómez de Orozco y Justino Fernández.
Al mencionar a estos personajes no puede dejar de pensarse en el arte mexicano, lo que lleva a comer en el Hotel Ritz, en la aristocrática avenida Madero; tanto el comedor como el bar tienen de adorno el soberbio mural de Miguel Covarrubias sobre Xochimilco. Para la crisis tienen un menú ejecutivo, que por 28 pesos le ofrece barra de ensaladas, sopa, pollo o pescado y un buen postre.