Me temo que hemos perdido la proporción de las cosas y que los últimos acontecimientos nos han desbordado. Esto es evidente en dos temas concurrentes. El primero es el terror desatado ante la descertificación (¡qué palabreja!) con que nos amenazan nuestros primos del Norte. El segundo deriva de ese acto increíble en el que el Presidente de la República y el secretario de la Defensa condenaron sin remedio al general Gutiérrez Rebollo, cuando ni siquiera se le había dictado auto de formal prisión.
¿Es realmente la descertificación un acto que atenta en contra de nuestra soberanía?
En mi concepto, no lo es. Más allá de la intención perniciosa de la expresión, esa sí nacida en los nortes, yo no veo otra cosa que la declaración de una de las partes en un convenio en el sentido de que la otra no cumplió sus obligaciones y que, por lo tanto, desaparece su propia obligación de cumplir lo pactado. En el derecho civil es normal que una parte deje de cumplir ante el incumplimiento de la otra. Recordemos el texto del artículo 1949 del Código Civil del DF, que faculta a la parte que cumple a rescindir el contrato, y por lo tanto a no cumplirlo, si la otra parte viola sus deberes. En ocasiones se permite en relaciones privadas que una parte dé aviso a la otra de la terminación bajo ciertas hipótesis y, claro está, sujeta a responsabilidad si lo hace sin causa. Debo suponer que en derecho internacional es una regla de juego.
Los simpáticos republicanos norteamericanos que, pensándolo bien, no nos aman tiernamente, aprovechan la oportunidad para tirarle piedras a los demócratas, habida cuenta de que el señor Clinton ha demostrado ciertas debilidades con México, y promovieron la suspensión temporal del contrato de suministro de ayuda antinarcóticos, un poco en juego de tres bandas. La verdad sea dicha: nosotros les damos elementos de sobra para ello. El resultado: la amenaza de descertificación. Que finalmente no se cumplió.
Pero también somos nosotros pecadores insistentes. Y un poco atemorizados de esa descertificación, simple declaración de incumplimiento, nos pusimos nerviosos y al primer general que agarramos en la supuesta movida, el Presidente de la República y el secretario de la Defensa Nacional, que no son jueces ni pueden serlo, le dictan la condena definitiva cuando ni siquiera el juez competente había acordado la formal prisión.
¿Cómo podemos exigir una justicia imparcial y autónoma si con el poder abrumador de la Presidencia le marcamos el paso al señor juez? ¿Qué juez resiste --y nuestros jueces la verdad es que resisten muy poco-- una presión de esa naturaleza?
Se nos olvida y eso es gravísimo, que vivimos en un sistema de división de poderes. Cada poder tiene su chambita particular y no se vale que otro la ejerza por él. Pero, además, en cualquier país civilizado, una declaración de condena del Ejecutivo sería suficiente para invalidar cualquier sentencia que un juez pueda dictar, inclusive a la buena. Nadie podría sostener que su resolución condenatoria fue imparcial cuando las más altas autoridades ejecutivas lo habían precedido en la condena.
Pero además, llevamos muchos años en que el lugar de los jueces lo ocupan los medios. los reporteros de prensa, radio y televisión le echan valor al asunto y desde el anuncio del delito, si éste es relevante, le ponen los años de cárcel y un poquito más porque el señor presunto delincuente, que no es otra cosa, ya se convirtió en sujeto pasivo de un juicio popular. ¿Quién se habría atrevido a dudar de la autenticidad de la famosa calavera?
Es cierto que vivimos una época de enorme tensión. Quienes tienen a su cargo la responsabilidad de informar, pero sobre todo quienes forman parte del Poder Ejecutivo, no se pueden dar el lujo de juzgar sin remedio antes de que el juzgador natural lo haga.
Y luego se extrañan de que algún juez de distrito, con gracia y salero, diga exactamente lo contrario. Que aunque raro, se puede dar el caso.