Es a todas luces condenable la toma de la embajada japonesa en Lima por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y el secuestro de más de cuatrocientas personas que se encontraban en la sede como invitadas a una fiesta. No hay reivindicación ni causa social o política que puedan justificar el que se ponga en peligro vidas de civiles desarmados e inocentes que, por añadidura, en este caso son en su mayoría ajenos a los conflictos peruanos.
Pero en la peligrosa y volátil situación creada por el asalto a la sede diplomática, resultan improcedentes las expresiones del gobierno estadunidense instando a las autoridades peruanas a ``no ceder ante el terrorismo'', toda vez que la preocupación central de todos los involucrados, empezando por los atacantes de la embajada y por el gobierno de Alberto Fujimori, ha de ser la preservación de la vida y de la integridad física de los rehenes, lo cual implica hacer de lado cualquier tentación de resolver la crisis por medio de la violencia y mantener abiertas las negociaciones el tiempo que sea necesario.
En este espíritu, corresponde a la opinión pública internacional convocar a los rebeldes peruanos y al régimen de Fujimori a mantener la sensatez y a encontrar un rápido acuerdo que ponga fin a la pesadilla que se desarrolla en el edificio diplomático del barrio limeño de San Isidro.
En esta misma perspectiva resultan positivos los llamados hechos por la Unión Europea al gobierno peruano, en el sentido de que se abstenga de realizar acciones que pudieran poner en peligro a los centenares de secuestrados.
Por otra parte, y sin que ello signifique atenuar el rechazo que merece la acción del MRTA, afrentosa para la comunidad internacional, no puede omitirse la responsabilidad que atañe, en la gestación de esta crisis, al actual mandatario peruano. En su vertiente política, esa responsabilidad se relaciona con la alteración de la legalidad institucional y democrática emprendida por Fujimori durante su primer periodo, cuando realizó un golpe de Estado técnico y disolvió los poderes Legislativo y Judicial.
En otro sentido, si bien el gobierno de Fujimori se había venido jactando hasta el pasado martes de haber propinado golpes definitivos a los principales grupos armados de su país --Sendero Luminoso y el propio MRTA--, sus aparentes logros militares, policiacos y judiciales no fueron acompañados de un combate a las causas profundas de las guerrillas peruanas: la marginación, la miseria, la ausencia de integración social y la falta de expectativas para grandes sectores de la población rural y urbana del país andino. Por el contrario, la gestión de Fujimori ha agravado esas condiciones --caldo de cultivo para las violencias de todo tipo, incluida la política-- con la aplicación de una estrategia económica rigurosamente neoliberal.
Finalmente, cabe apuntar que en sus dos periodos, el mandatario ha continuado una política de contrainsurgencia que el Estado viene aplicando desde la década pasada y que ha significado la violación sistemática y grave de los derechos humanos de miles de peruanos, miembros o no de agrupaciones guerrilleras. Parte de esta política son las infrahumanas condiciones carcelarias que enfrentan los guerrilleros presos, y cuya liberación es la principal exigencia de los atacantes de la embajada japonesa