Adolfo Sánchez Rebolledo
Con tirabuzón

Uf, por fin la reforma electoral definitiva asoma las orejas. Que la espera traiga el beneficio del consenso es lo menos que puede esperarse del alambicado procedimiento para aprobar una ley cuya discusión, por su propia naturaleza, siempre debió ser transparente, pública, dispuesta a la consideración del último ciudadano de este país. No fue así, por desgracia.

El alumbramiento de la normatividad democrática, la de la nueva era de la transición, se dio guardando las formas dictadas por la tradición del secreto burocrático que continúa avasallando los hábitos y las costumbres políticas mexicanas. Partidos, legisladores y gobierno dejaron consumir los días y las horas antes de llegar a los últimos acuerdos, concediendo que los grandes capítulos del financiamiento y el acceso a los medios, verdaderamente se hayan resuelto en el tramo final de esta negociación contra el tiempo.

Y lo que pudo ser el gran acontecimiento de esta legislatura tiene los visos de pasar por un suceso más en la cadena anticlimática a la que nos tienen acostumbrados los poderes de la república. ¿Por qué convertir una decisión de tal magnitud en un batidillo de biografías honorables? ¿No es posible elegir entre una terna con cuidado para el decoro de todos los nombres mencionados? Por lo visto no: puestos en el mismo paquete de la negociación, los temas se intercambian por posiciones corriendo el riesgo grave --apuntado ya en estas páginas por Mauricio Merino-- de que los nuevos consejeros, en vez de calificar por sus méritos propios, lo hagan en virtud de su cercanía a los mismos partidos que los proponen. Ojalá y al final se imponga la sensatez. Es obvio que ésa es la peor forma de concebir la ciudadanización de los órganos electorales, cuya importancia todos destacan como un triunfo neto de la democracia.

No menos arriesgada ha sido la intención, apenas disimulada por algunos, de convertir al Instituto Federal Electoral (IFE) renovado en un botín de los partidos, como si cada una de sus áreas ejecutivas pudiera desmembrarse bajo la dirección política de alguna de las fuerzas partidistas. Sería ése, me parece, un gravísimo error, echar por la borda el conjunto de habilidades técnicas logradas durante el rico periodo precedente para repartírselo como un gran pastel. Lo más conveniente es profesionalizar cuanto antes las funciones de los órganos electorales, de tal modo que la ciudadanización no sea una cortina de humo para encubrir una incierta por innecesaria refundación. Los compromisos de orden político, dicho en breve, no deberían afectar las funciones de dichas instituciones.

Como sea, la nueva ley y los nombramientos de los consejeros electorales y el presidente del IFE abren un nuevo momento en el desarrollo político de México. No es poco lo alcanzado: el consenso entre los partidos es un signo positivo que conviene cuidar. Es verdad que todavía quedan temas pendientes, entre ellos, los que se refieren a los derechos de participación ciudadana, así como desamarrar los candados políticos que inesperadamente se colocaron en la Constitución. El 97 ya está aquí para ver de qué cuero salen más correas. Bienvenida la reforma.