Uno de los cambios larvados que se han introducido en México es el de la militarización de varios aspectos de nuestra vida pública: lentamente la fuerza del ejército se extiende y controla funciones que normalmente corresponderían a otros cuerpos del orden. En un editorial reciente, el New York Times consignó que en los dos últimos años el ejército ha ampliado sus fuerzas en un 15 por ciento --para un total hoy de 180 mil hombres--, naturalmente con los consiguientes incrementos presupuestarios.
El ejército mexicano tuvo en la Revolución un origen popular, que mantiene en lo esencial. Ha sido también un ejército nacionalista, distinguido por su básica disciplina a los poderes civiles, lo cual, en el continente latinoamericano, resulta una radical excepción. Y sabemos que es un cuerpo que ha evitado el grado de corrupción que penetró ya en otras fuerzas del ``orden'' y la ``seguridad''. No deja de preocupar sin embargo su presencia en el ``control'' de varios aspectos de la vida pública mexicana.
No es sólo su presencia en las zonas de guerrillas, que en la perspectiva del poder tendría una lógica, sino el hecho de que por ejemplo el combate al narcotráfico se pone en sus manos de manera cada vez más dilatada. Y la circunstancia de que se haya puesto bajo el mando de un general y de funcionarios militares el combate a la delincuencia en la ciudad de México, en funciones de policía. No es la primera vez que esto ocurre, pero el conjunto del ``regreso'' del ejército a la vida pública transmite inevitablemente la impresión de que ha salido ahora de sus cuarteles para ocuparse crecientemente de zonas reservadas antes a la ``autoridad civil''.
Decía que su presencia en las zonas de la guerrilla tiene una ``lógica'' en la perspectiva del poder. Pero también se han multiplicado allí la violación de los derechos humanos y las arbitrariedades atentatorias. El presidente Zedillo ha impartido instrucciones para que el ejército respete los derechos de la ciudadanía. No basta desafortunadamente esa instrucción: la lucha contrainsurgente, por su propia naturaleza, trae consigo tales violaciones.
La ``persecución'' de los guerrilleros implica inevitablemente atropellos, violaciones, negación de los derechos humanos. Han sido consignados en la prensa variedad de hechos bochornosos, inaceptables, en Chiapas, pero también en Guerrero, en Oaxaca, y en otros lugares. La comunidad internacional está preocupada por la evolución de los acontecimientos en México, y tal inquietud causa alarma y es desfavorable a la imagen del país, y desde luego de su actual gobierno.
El combate al narcotráfico es otro cantar: aquí el ejército realiza funciones de vigilancia policíaca que violentan el mandato constitucional y son reveladoras de la incapacidad de las autoridades civiles de formar cuerpos de seguridad confiables. Con una nota adicional: que se pone al personal del ejército en riesgo grave de caer también en la descomposición moral.
Pero esta creciente militarización de la vida pública tiene otro significado, propiamente político: revela la debilidad del poder civil, es característico de la crisis de las instituciones y del sistema político mexicano. Por supuesto que las instituciones parecen fuertes porque el ejército las apoya. El fenómeno denota sin embargo una debilidad previa, un vacío previo de poder que es llenado y compensado por otro. El más elemental diagnóstico nos enseña que el poder político fuerte tiene dos anclas: cuando es en verdad democrático recibe la fuerza y su plena legitimidad del activo apoyo social, o al menos de buena parte de la sociedad. Cuando el poder carece de esa ancla se inclina inevitablemente a la fuerza, a la presencia de las armas, al sostén de los ejércitos.
Con una acotación: no hay poder político realmente fuerte alejado de la sociedad. El poder aislado es inevitablemete precario. El poder civil que se apoya en el ejército pierde libertad, carece de la ``soberanía'' institucional de su mandato y corre el grave riesgo de hacerse entonces un poder subordinado, dependiente.
Lo anterior es el resultado de años de aislamiento del poder público respecto de la sociedad, de tanta retórica hueca y de tanta ineficiencia, de tamaña corrupción e impunidad. De tantas promesas traicionadas y compromisos violentados. ¿Seguiremos así? Sólo la sociedad y sus organizaciones pueden rehacer, con la democracia, un poder político fuerte y por tanto legítimo. ¿Nos acercamos a ese punto? ¿De que manera tendrá lugar el necesario cambio?.