La Jornada 31 de octubre de 1996

Emilio Krieger
Un nuevo truco electoral

Cuando vimos en el Diario Oficial (22 de agosto de 1996) las reformas constitucionales que comprendían una nueva estructura del Tribunal Federal Electoral y cuando unos cuantos días después se publicaron en el mismo Diario (28 de agosto) las bases aprobadas por la Suprema Corte para poner en movimiento el proceso de modernización y credibilidad del nuevo Tribunal Electoral, algunos ingenuos caímos en la trampa de pensar que el gobierno había decidido dar un paso hacia la depuración, la legalidad, la imparcialidad y la credibilidad de los procesos electorales, un esfuerzo serio para construir un tribunal electoral que no dependiera del Poder Ejecutivo ni de los partidos políticos y que fuera una garantía sólida de imparcialidad, legalidad y respeto a los derechos políticos de la tan vapuleada y relajada ciudadanía.

Pensamos que se trataba de un meritorio empeño gubernamental para substituir el mapachismo tradicional e institucionalizado por un mecanismo jurisdiccional incorporado al Poder Judicial Federal que, por el método de selección y designación de sus integrantes, entrañaba un serio descalabro para el autocratismo presidencialista, al menos en materia electoral.

Se llegó al extremo de eliminar la proposición y la decisión presidencial para el nombramiento de los nuevos magistrados electorales, cuya elección se asignó al Senado, previo un paso de cernimiento por los ya vetustos pasadizos de la Suprema Corte de Justicia.Tan bien urdida resultó la trama que algunos eternos ilusos llegamos a abrigar la esperanza de que podría contrarrestarse la mapachería y la legitimación de los procesos colmados de nulidad y de fraude, así como la bien conocida actuación de los tribunales electorales dependientes, de una u otra manera, del Poder Ejecutivo. Llegamos a pensar que se trataba de un encomiable intento de mejorar nuestros procesos electorales, pasándolos del ``dedazo'' o del ``palomeo'', a un procedimiento en el que participaban los ciudadanos, como solicitantes primero, después la Suprema Corte, como cernidora del paquete; nuevamente los ciudadanos, como posibles objetantes y, por último, el Senado eligiendo, de entre la parte legalmente aprobada del rebaño, a los aspirantes que el propio Senado consideraba como los más adecuados. Ni el jefe del Ejecutivo, ni los partidos políticos tan corrompidos ya, ni el IFE mismo, tenían derecho a participar en el proceso selectivo de los integrantes del nuevo tribunal..

Los once actuales ministros de la Corte, todos ellos, sin excepción, propuestos por el Presidente y nombrados por un Senado controlado por el binomio PRI-gobierno, se pusieron a trabajar arduamente y en menos de una semana aprobaron e hicieron público un acuerdo que contenía las bases para el proceso de selección de los magistrados del nuevo tribunal, ya que las reformas al Cofipe aún no habían sido aprobadas, ni tenían trazas de serlo, en vista de las disputas entre los partidos políticos.

La Corte dio un brevísimo plazo de cinco días para que quienes tuvieran interés y creyeran tener derecho a uno de esos puestos así lo solicitaran. A pesar de la cortedad del término, cerca de 300 aspirantes presentaron oportunamente su solicitud, entre otras cosas porque la indiscreción intencionada de los altos funcionarios del Poder Judicial dio oportunidad a muchísimos de sus subalternos de pedirlo en tiempo. Y así, la gran mayoría de los 292 solicitantes eran subordinados de los señores ministros. Hemos visto así cómo la lista inicial de 292 solicitantes y la posterior de sólo 66, están saturadas de funcionarios del Poder Judicial que desean obtener un cargo mejor remunerado y más calificado en el nuevo tribunal.

El 17 de septiembre, el Diario Oficial publicó, por orden de la Suprema Corte, la lista de los 292 solicitantes, mayoritariamente empleados del Poder Judicial y luego de una peculiar selección, la misma Corte, sin fundamento constitucional o legal alguno, redujo el número de solicitantes a sólo 66 aceptados, rebaño bien poblado de penalistas, constitucionalistas y hasta laboristas, casi todos procedentes de diversos niveles del Poder Judicial, subordinados a la Suprema Corte.

¿Con qué base mutiló ésta la facultad del Senado para reducir a 66 la lista que inicialmente comprendía 292 miembros? ¿O es que la interpretación de la Corte zedillista es que a ella le toca realizar la primera poda y al Senado sólo le toca escoger entre los aprobados o reservados? Si no existe fundamento legal para tomarse esa atribución tendremos que ocurrir a la razón política de que hoy, más que nunca, los señores ministros de la Corte son adictos, fieles, agradecidos funcionarios públicos propuestos por el Presidente y nombrados por un cuerpo colegiado legislativo cuya mayoría él controla. Sólo así se explica que la función depuradora que la Constitución otorga a la Corte se haya transformado en una tarea de poda o de primera selección que, en el fondo, es la expresión, más o menos oculta, de la voluntad del jefe del Ejecutivo.

En cuanto a la exigencia excepcional de una mayoría de tres cuartas partes para elegir a los magistrados basta enterarse de que, en la situación actual de nuestros partidos políticos, es suficiente la simbiosis de los dos partidos oficiales (PRI-PAN) para lograr esa mayoría tan elevada.

¿Habremos mejorado realmente o simplemente habremos introducido un matiz bizantino en el proceso?.