En su trilogía Jerez de la soledad María Muro apuesta por un teatro intimista compuesto por pequeñas estampas que muestran la decadencia de una familia --¿la propia?--, las frustraciones de sus miembros y su posible disgregación. En la primera, Jerez de la memoria, la narradora adulta, llamada María como la autora, revive a través de viejas fotografías un tiempo familiar en que aún no había nacido y cuando, a pesar de las evidentes frustraciones, había aún algo de esperanza en sus miembros jóvenes. Ya en esta primera parte se acusaban las reiteraciones, las vueltas de noria hacia los mismos puntos de partida, en esa Semana Santa que congregó a los hijos en el hogar paterno. Ahora, en Retorno a Jerez, la reunión se hace, muchos años después, con motivo del novenario de la Virgen de la Soledad, patrona del pueblo jerezano.
María sigue siendo la narradora que, de adulta, se convierte en una niña de siete años ya presente en las escenas que narra. Recuerda, otra vez a base de fotografías, pero también por los diarios que llevaron tanto ella como Angela, la prima chicana. La religión sigue aquí siendo un peso muy específico en esta familia, no sólo por la presencia de Andrés, el tío sacerdote sin fe ni vocación, sino también como tradición familiar en la quieta provincia. El entorno es de una sequía atroz y la inminente pérdida de la casa familiar, la ruina de los viejos padres por un capricho del autócrata don Pedro que sigue dominando a los hijos. Ninguno de ellos lleva, por diferentes motivos, una vida plena y feliz: quizás sólo las dos niñas y la joven Aurora, que espera huir de todo mediante el matrimonio con un médico viudo, mucho mayor que ella, al que ``le tiene simpatía'', lo que tampoco parece augurio de mucha felicidad futura.
Los personajes, quizás inspirados en personas reales, resultan creíbles. Castrados por un padre tiránico (y aquí cabría el reparo de que en los recuerdos infantiles no existan escenas en que los abuelos estén presentes, para bien o para mal) y por las torpes soluciones que han dado a sus vidas, los hermanos hablan de una vaga maldición familiar que sería extendida hasta la sexta generación: como en muchas otras familias, las leyendas que se inventan sirven de pretexto para las fallas personales; aquí se advierte que, junto a la rigidez del patriarca don Pedro, las normas religiosas acatadas al extremo impiden la felicidad. Así Andrés, cura sin vocación, sufre por la pasión que le inspira la mujer con la que convive; así Carmen, casada sin amor con alguien que ya no es más que una sombra borrosa, se impide a sí misma el amor de un oficial que la corteja sin esperanzas y también sacrifica la posibilidad de rehacer su matrimonio una vez que el marido regrese ``del norte''. Ese norte que no es otro que un utópico Estados Unidos que tampoco ha dado la felicidad a Angeles, en el que nació Angela y del que proviene Josefina.
Confinados o desarraigados, los personajes parecen vivir en constante crisis, aunque alguno como Angeles ya sólo invoca al desencanto, muy poco parecido a la resignación cristiana. La crisis mayor, empero, se vive ante la pérdida de la casa hipotecada y la necesidad de que alguien atienda a los viejos padres --lo hará la siempre sacrificada por los demás Carmen-- en una casita, última propiedad a la que asirse. Todo este mundo de frustración y desdicha contrasta con los momentos tan felices que recuerda haber vivido María. Para el candor de sus siete años, el conocimiento de su prima chicana, la primera comunión, el desfile por la ascención de la Virgen y hasta la posibilidad de volar con las angelicales alas del desfile, para acompañar a la demente tía Josefina en busca del padre de ella que está ``en el norte'', son una auténtica fiesta.
Los recuerdos de la narradora transitan por dos carriles. Uno, el de su propio contento, y el otro el de las conversaciones adultas escuchadas a hurtadillas y que sólo ya crecida podrá comprender e integrar en su verdadera dimensión. La autora, que también dirige su texto como es casi su constante, elige deslindar las dos vías del recuerdo de manera muy tajante. Los adultos, de simbólico negro, deambulan tristemente por el escenario, tensados en alguna escena pero nunca contentos, a excepción de Aurora, quien aspira al escape, la demente Josefina y las dos niñas. Son María y Angela, y a ratos Josefina cuya locura tiene visos infantiles, las que marcan el contraste. Será María adulta la que logre conjugar las dos vías en su nostalgia
A diferencia de la escenificación de la primera parte de su trilogía, María Muro cuenta ahora con algún presupuesto, lo que le permite lograr una mayor homogeneidad en el reparto, que está mucho mejor que el anterior (a excepción de Leticia Huijara, que en Jerez de la memoria sobresalía tanto que hacía verse mal al resto de los actores). Al igual que en el anterior, la directora desdeña una escenografía realista y apenas apunta lo que sería el salón de la vieja casona, en un espacio casi desnudo que le sirve también para las escenas que suceden en la iglesia. Habrá que esperar a la tercera parte de esta saga familiar que tiene muy pocos antecedentes en nuestro teatro.