Los crímenes de Estado, como en las novelas de Leonardo Siascia, resultan ser crímenes perfectos. Para todo efecto práctico, una voluntad invisible los decide desde lo alto del poder y de ella se desprenden los estrategas, los operadores, los encargados de armar la mano ejecutora y el o los autores materiales. De esta red, el dueño de la voluntad original queda a cubierto del castigo, mientras que los autores materiales corren el mayor riesgo de recibirlo. Con frecuencia son sustituidos por chivos expiatorios.
La impunidad del o los responsables es garantizada por una complicidad de dos bandas: la expresa de quienes están en el secreto y la tácita de quienes poseyendo mayor o menor información sobre el mismo guardan silencio, ya sea porque están de acuerdo con los resultados del crimen, ya sea por temor a sufrir cualquier represalia. Ambas bandas hacen las veces del manto de Teseo, que vuelve invisible a la mente asesina, a sus compinches y a los compinches de sus compinches, a los verdugos, a los subalternos, a los proveedores, a los dependientes, a los amigos y parientes coludidos por acción u omisión. Refuerzan el manto los periodistas y escritores receptores de algún favor y, por supuesto, los fiscales, jueces, magistrados y demás funcionarios encargados de impartir justicia. Frente a ese poder aglutinado no hay otro que investigue el crimen cometido --eficazmente, se entiende-- ni persiga y, en su caso, castigue a los culpables.
Veamos el caso de México.
El inicio del gobierno de Carlos Salinas de Gortari estuvo marcado por el crimen de un desdichado agente del Ministerio Público que le fue atribuido al líder de los petroleros Joaquín Hernández Galicia La Quina. Hoy todo mundo sabe que el cadáver fue sembrado a las puertas de la casa de La Quina y que a éste le montaron un tinglado para hacerlo ver como el villano del filme salinista. Se trataba de efectuar una venganza (La Quina no apoyó a Salinas) y de evitar que el líder petrolero interfiriera en los planes que la política privatizadora le tenía deparados a Pemex. Hoy La Quina se pudre en la cárcel, mientras Salinas goza de cuanta libertad se le puede antojar (quizá, incluso, la libertad de venir a México y declarar en torno al crimen de Luis Donaldo Colosio con la misma olímpica serenidad que lo ha hecho José María Córdoba, su antiguo jefe de asesores, para aparecer libre de culpa).
Jamás un Presidente de México, salvo Díaz Ordaz, se había visto rodeado de tantos cadáveres como Carlos Salinas de Gortari. Cadáveres de sus adversarios cardenistas durante la campaña y a lo largo del sexenio. Cadáveres de pequeños seres olvidados y de un dignatario de la Iglesia católica que su institución no cesa de recordar. Cadáveres, finalmente, de dos de los hombres más cercanos que le ayudaron a ejercer el mando.
La comparación entre La Quina, en quien las buenas conciencias y los zafios vieron al protomalo de la política mexicana, y Carlos Salinas de Gortari, en quien los mismos vieron al bueno, parece del todo pertinente para percatarse de la dificultad que hay en otorgarle crédito al actual gobierno en materia de impartición de justicia. Los destinos de ambos signan una doble injusticia. Sin el presidencialismo desmesurado que Salinas llevó a su culminación sería temerario sospecharlo de responsabilidad en venganzas como la que sufre Hernández Galicia y la sangre vertida antes y durante su mandato. Pero en un país con un régimen así es del todo impensable la comisión de arbitrariedades y asesinatos de gran magnitud sin la iniciativa o, al menos, la venia del Presidente.
A menudo se dice que ese ahora ex Presidente sigue mandando en México. Desde luego se exagera, pero no se miente. Carlos Salinas de Gortari cuenta con lo que su silencio encierra y con el manto de Teseo urdido por todos aquellos que le deben favores o a quienes puede hundir con la más mínima evidencia. Y entre los que le deben favores se encuentra el propio presidente Ernesto Zedillo. No fue menor el de haberle heredado el poder.
De ahí que el anuncio de la ``inminente'' comparecencia de Salinas respecto al crimen de Colosio no pueda ser considerado como un principio consistente de la investigación apegada al propósito legal de saber la verdad. Para que así fuese, el presidente Zedillo tendría que determinarse a crear (el término no puede ser otro) ese poder autónomo de su voluntad e intereses. Podría ser su autoinmolación; pero también podría ser su segundo aire y afirmación incontestable en la silla presidencial. Lo otro sería abandonarse al pensamiento mítico de que el azar haga las veces de la voluntad de los hombres y la justicia de la ley.