En las últimas semanas la opinión pública conoció diversas expresiones de los gobiernos federal y guerrerense que sugerían la incipiente pero esperanzadora posibilidad de que las autoridades buscaran cambiar el rumbo de confrontación con el EPR y explorar las perspectivas de un diálogo con esa organización armada. Ese solo indicio permitió la generación de unas expectativas de solución pacífica que se han ido desvaneciendo a partir del pasado fin de semana, cuando el EPR dio por concluida la tregua unilateral que había iniciado un mes antes. El curso de la confrontación se confirma por los datos sobre nuevos ataques de la organización clandestina contra objetivos y efectivos policiales y militares.
En esta circunstancia indeseada e indeseable, ni la lógica gubernamental ni la dinámica del EPR pueden aportar elementos que permitan un cese de la escalada de violencia.
Si bien puede atribuirse a las autoridades buena parte de la responsabilidad en la falta de atención a los escenarios de pobreza, marginación y opresión política que han servido como caldo de cultivo a la organización clandestina, sería absurdo pedir al Estado que renunciara a sus atribuciones coercitivas en momentos en que sus instituciones castrenses y policiales son blanco de ataques armados.
Por su parte, la dirigencia del EPR ha manifestado en forma inequívoca y en diversas ocasiones que no está interesada en establecer contactos de ninguna clase con las autoridades y que el objetivo de su accionar violento es deponer al gobierno, una meta que choca no sólo con la legalidad sino también con los esfuerzos de transformación política e institucional en los que está empeñada la mayoría de la sociedad, y cuya consecución es difícilmente imaginable en la actual correlación de fuerzas políticas y, por supuesto, militares.
En esta circunstancia, en la que resulta por demás improbable que una iniciativa de paz pueda provenir de las instancias gubernamentales o de la agrupación armada que se dio a conocer en junio pasado en Aguas Blancas, corresponde a la sociedad civil realizar un esfuerzo de paz como el que emprendió en enero de 1994 para detener los combates entre insurrectos y militares que estaban teniendo lugar en Chiapas, como consecuencia de la sublevación zapatista en esa entidad.
Es una tarea urgente: mientras más avanza y se profundiza una confrontación violenta, más difícil resulta detenerla y solucionarla, y mayor es el precio de sufrimiento, destrucción y muerte que se ven obligados a pagar los participantes involuntarios, es decir, la población civil. Esta, en defensa propia, debe expresar por todos los medios y en todos los espacios su convicción de que en México la lucha por una justicia social efectiva no es excluyente, sino obligadamente complementaria de la preservación y la consolidación del Estado de derecho.