Durante la reciente XVII Asamblea Nacional del PRI, el rechazo a la política de privatización de la petroquímica constituyó un reclamo generalizado de prácticamente todos los sectores de ese partido, y así quedó plasmado entre los acuerdos de dicha asamblea. Menos de un mes después del 23 de octubre, los diputados del mismo partido votaron en forma unánime, y contraria a los diputados de los demás partidos, un acuerdo que con detalles menores legaliza la venta de la petroquímica a particulares mexicanos y extranjeros, haciendo explícito, entre otras cosas, que ahora los congresistas del PRI ni reciben línea ni se disciplinan a ella.
Todos conocemos o hemos leído alguna historia de hombres que con una gran visión desarrollaron proyectos que dieron origen a grandes fortunas, administradas después por descendientes, que impedidos mentalmente, escasos de virtudes e incapaces de acrecentar o mantener siquiera la herencia recibida, la dilapidaron hasta quedar en bancarrota o en la miseria misma, deshaciéndose primero de los medios de producción que la hicieron posible y vendiendo luego las demás propiedades para financiar sus caprichos, fantasías y banalidades diversas.
En esos casos, la quiebra moral y económica de estos herederos va acompañada de críticas severas a los que en su momento generaron la riqueza.
Analizar la situación actual del país en términos de esta metáfora no resulta difícil. Para ello es suficiente recordar unas cuantas cifras: En 1976, al finalizar el sexenio de Luis Echeverría, el país tenía una deuda externa de 15 mil millones de dólares, con una reserva de 3 mil, un patrimonio de más de 300 empresas públicas, que aun con sus ineficiencias de operación representaban un patrimonio de varias decenas de miles de millones de dólares (sin incluir a Pemex) y reservas probadas de hidrocarburos superiores a 20 años, de acuerdo con la producción de aquellos tiempos.
Al final del sexenio de López Portillo, recordado por sus dispendios y criticado como Echeverría por su populismo, la deuda externa se había elevado a más de 85 mil millones; sí, pero al mismo tiempo el gobierno había incrementado el patrimonio de la nación con varias decenas de empresas, incluidos los bancos y las nuevas infraestructuras de Pemex y de la Comisión Federal de Electricidad. Las reservas probadas de hidrocarburos habían crecido más de 20 veces y las condiciones de vida de las mayorías habían llegado a sus puntos más altos.
Después llegarían los supereconomistas, los neoliberales que sí saben cómo hacerlo, y 15 años más tarde los resultados no dejan duda de sus aptitudes. La deuda externa se duplicó; el patrimonio nacional representado por las empresas públicas fue vendido hasta llegar a las condiciones actuales, sin que la nación conozca cómo y en qué se gastó el dinero recibido; las reservas probadas se redujeron a la tercera parte, y ahora sigue la petroquímica. ¿Y después qué más?
Se nos ha dicho (en forma amañada) que no existen recursos financieros para modernizar a Pemex, y esto es así sólo porque los recursos que la empresa genera son utilizados, prácticamente en su totalidad, para fines ajenos a la empresa. Al vender una parte de las acciones, el gobierno pretende obtener recursos frescos, pero como consecuencia natural, sus nuevos socios le exigirán un uso racional de los recursos y Pemex dejará de ser la mina de oro que ha sido hasta ahora. ¿Cómo pagarán entonces sus insuficiencias y despilfarros? Continuando con la venta de otros recursos, la parte restante de la petroquímica incluida, para seguirnos llevando a la bancarrota y la miseria.
Los herederos tontos se reconocen también porque carecen de proyectos claros para el futuro, y por los pleitos y crímenes que cometen entre ellos a causa de las herencias; también en esto se parecen a quienes nos han gobernado recientemente.