De pronto un sermón del arzobispo Norberto Rivera desató un conflicto inesperado entre la Iglesia católica y el Estado mexicano. Las viejas heridas históricas volvieron a supurar y los polvos del lodo salinista regresaron para ensuciar el ya conflictuado escenario político nacional; así vimos en unos cuantos días cómo jacobinos como religiosos afilaron de nuevo las armas. Finalmente, se hicieron las paces, pero el análisis se hace necesario.
El restablecimiento de relaciones entre las iglesias y el Estado, es decir, haber acercado la letra y las prácticas de una situación que era abiertamente ridícula --pero explicable históricamente-- formaron parte de un impulso positivo por tener en una misma dimensión el país real y el país legal, y terminar con los arreglos privados y las distancia públicas. Los riesgos y las desventajas también están a la vista y no se hicieron esperar mucho: una participación política de la Iglesia de forma abierta. Acusar a la Iglesia de intervenir en política es por demás infantil. Es imposible pensar que una institución con esas capacidades de intervención social no tenga una presencia pública relevante, negarlo es no querer ver dos mil años de historia. El problema no radica aquí. Inclusive durante la etapa de negociación para el restablecimiento de relaciones no faltó la hipótesis de que el fondo del nuevo pacto era una alianza en momentos de debilidad de ambas partes.
Al paso de unos cuantos años se puede ver que la debilidad gubernamental se ha incrementado por la crisis y por la profundización de problemas económicos, sociales y políticos; debilidad que se expresa en falta de consensos sociales y en una marcada ausencia de habilidad política para manejar el país. Otra ingenuidad era pensar que la alianza y los arreglos que hicieron Salinas y Prigione, como cabezas visibles, iba a controlar a la jerarquía católica. Lo cierto es que la Iglesia católica es una institución extremadamente compleja y diversa en la que conviven casi todas las ideologías y posiciones políticas, lo cual complica la uniformidad y el control.
En la lógica autoritaria del Estado mexicano la Iglesia puede ``intervenir'' en política, siempre y cuando lo haga del lado del gobierno y para apoyar sus intereses; el problema empieza cuando la Iglesia entra a la escena pública con banderas de oposición o para apoyar causas que ven en contra de intereses gubernamentales. En estos días Norberto Rivera dijo e hizo mucho menos de lo que dijeron e hicieron los obispos del norte con su teología electoral (Adalberto Almeida, Manuel Talamás y José Llaguno) sobre el caso Chihuahua durante la década de los años ochenta. En aquella ocasión no había relaciones ni ley reglamentaria y fue el mismo Prigione, en contubernio con la Secretaría de Gobernación, quienes fabricaron una maniobra para impedir una suspensión de cultos que se había decretado para protestar en contra de un fraude priísta. Ahora, con relaciones abiertas y reglamentadas, un funcionario público de Gobernación pide primero una corrección y cuando recibe una confirmación, entonces amenaza con multar al arzobispo Rivera con 20 mil días de salario mínimo, con lo cual surge una cadena de errores y torpezas.
El sermón del arzobispo no llamó a ninguna rebelión, simplemente reconoció el derecho del pueblo a la desobediencia civil; tampoco hizo una declaración partidista, sólo actualizó la legitimidad que supuestamente tiene la Iglesia a participar en la vida pública, es decir, en la vida política. El viejo discurso eclesiástico de dividir entre política de partido y política del bien común, vuelve a servir hoy a la hora de las aclaraciones. Sin embargo, el conflicto perfiló las diversos posiciones y se enseñaron los ánimos guerreros; fue sólo un breve susto que mostró los peligros de un enfrentamiento mayor.
La Iglesia católica, con o sin relaciones, con o sin reglamento, es una institución que va a tener presencia pública, aquí y en Polonia; y su relación con el Estado es y será compleja y difícil. El momento actual es poco propicio para que gobierno e Iglesia inicien un litigio, no sólo por la acumulación conflictiva que ya se vive, sino porque significaría una batalla absurda. Para cualquiera, con un poco de sentido común, resulta obvio que el gobierno necesita sumar y no polarizar, para lo cual requiere una posición política inteligente y no andar amenazado con multitas.
Si en el fondo del problema se encuentra una disputa de poder, la forma de resolverlo es mediante acuerdos y negociaciones, porque una polarización por motivos religiosos puede dividir al país y las consecuencias pueden ser terribles para todos. Lo importante será encontrar la mejor dimensión laica de la vida política, que no es otra cosa que el Estado garantice democráticamente la vida pública y que la Iglesia no polarice sus posiciones.