Como si fuera piedra de escándalo, Héctor Aguilar Camín (HAC) lanzó la acusación al indigenismo de ser una simulación. Para la corriente autonomista esto no era ninguna novedad. Al menos desde hacía tres lustros, los autonomistas veníamos sustentando esa crítica. Por todos los medios se proclamó que el indigenismo era una gran impostura. La conclusión no dejaba lugar a dudas: ``la solución de la problemática étnica no radica en encontrar el modelo de `buen indigenismo', en contraposición de un indigenismo `negativo', sino en colocarse fuera de la lógica misma de cualquier indigenismo'' (1991).
La razón de esta posición es que el indigenismo cobija una ideología y una práctica orientadas a la disolución de las identidades indias, bajo el supuesto de que son la expresión de un ``atraso'' incompatible con la sana formación de la nación y el progreso. Este es el planteamiento de la variante integracionista, asumida abiertamente en México hasta la década de los setenta y en los hechos vigente hasta nuestros días. Para ejercer su acción asimilacionista, los indigenistas no toman en cuenta el punto de vista ni mucho menos el interés de los pueblos, puesto que por definición el indigenismo es la política de los otros (de los supuestos depositarios de la razón, la civilización y los instrumentos del progreso), fundada en la posición de poder que les otorga el Estado.
En efecto, la definición más exacta del indigenismo sigue siendo la elaborada por uno de sus más lúcidos teóricos, Gonzalo Aguirre Beltrán: ``El indigenismo no es una política formulada por indios para la solución de sus propios problemas sino la de los no indios respecto a los grupos étnicos heterogéneos que reciben la general designación de indígenas''. Es claro, por tanto, que los indios autonomistas no podrían colocarse en el marco de un sistema de pensamiento y acción que niega el más mínimo ejercicio de autodeterminación por parte de los pueblos. La autonomía es, en contraste, una política formulada por los indios para la solución de problemas propios y para aportar a la resolución de otras cuestiones que atañen a la nación en su conjunto.
De paso puede advertirse que en la variante integracionista encontramos un énfasis en lo nacional (la universalidad), en contraposición con lo étnico (la particularidad irreductible), concebido éste como una realidad indeseable; una exaltación del mestizaje como la vía privilegiada de constitución de la nacionalidad; una vinculación de lo más sustancial de las otras identidades con lo retrasado e inviable, etcétera, planteamientos todos ellos que están emparentados con las posiciones sostenidas por HAC en varios pasajes de sus escritos. Lo dicho: su crítica no se enfila contra cualquier indigenismo, sino contra una variante (la etnicista), pero desde su contrincante histórica: el viejo indigenismo integracionista. ¡El enfoque que la antropología oficial anterior al triunfo neoliberal consideró superado y enterrado!
En una de sus obras, Jean Paul Sartre refirió la situación paradójica en que a veces se envuelven los que buscan innovar el pensamiento: mientras quieren ir hacia adelante terminan asumiendo posiciones del pasado, ``vienen a parar más atrás''. Buscando cuestionar el autonomismo, HAC ha dado en el viejo integracionismo, tan responsable de las desgracias contemporáneas de los pueblos indios. Sus propuestas y reflexiones no están colocadas frente al indigenismo, sino en el seno y la lógica de éste.
La mayoría de las recusaciones de HAC contra el indigenismo son, en realidad, impugnaciones del etnicismo, adoptado retóricamente por el Estado mexicano en los setenta. Fueron los etnicistas los que llevaron la idealización de la comunidad indígena hasta el extremo de considerarla, como dice HAC, ``un lugar más genuino, real, mexicano y profundo que el resto [...] de México''. Interpretada por este maniqueísmo exacerbado, la comunidad terminó siendo el ámbito de lo auténtico, lo armonioso, etcétera, en contraposición con un mundo opuesto (el ``occidental''), considerado en bloque como el ámbito de las tinieblas. Todo esto configuró una suerte de etnocentrismo invertido. La aseveración, difundida por Guillermo Bonfil, de que la ``única civilización, las únicas culturas auténticas, son las que encarnan los pueblos indios'', ilustra esta desmesura.
La corriente autonomista insistió en que ésta no era la comunidad real, y que el llamado México profundo, contrapuesto al México imaginario, resultaba ser igualmente imaginario. Incluso planteó que así como tendría que cambiar rasgos de la organización y la vida nacionales, también sufrirían transformaciones o adaptaciones inevitables aspectos o relaciones de la actual vida comunitaria.
Pero lo que no resulta válido es derivar del rechazo a la comunidad idealizada, el rechazo de la comunidad misma como base de una organización autónoma. Las comunidades son núcleos de identidades vivas. Sin embargo, los promotores de la autonomía jamás han sostenido que la comunidad deba mantenerse estática y ajena a los cambios. Los pueblos están pugnando por fortalecer su cohesión étnica y conquistar su autodeterminación; y, al mismo tiempo, por actualizar sus relaciones internas en vista del nuevo vínculo democrático y justo con la sociedad global que contrae todo régimen de autonomía. Estas opciones no son excluyentes.
Con la autonomía los pueblos buscan establecer nuevas relaciones en el marco nacional, lo que impactará la vida interna de las comunidades. Pero se trata de que los eventuales cambios no sean definidos unilateralmente por la voluntad autoritaria de los otros y su Estado opresor, sino en virtud del diálogo, la negociación y el acuerdo democrático; y, desde luego, de que esos cambios redunden en beneficio de los propios pueblos. Este es el espíritu de la autonomía.
Dicho sea de paso, HAC ha destacado como uno de los aspectos negativos de la comunidad el carácter ``siniestro'' de la vida de la mujer, marcada por opresión y vejaciones. Nada, por cierto, que no pueda advertirse en nuestra sociedad mestiza y civilizada. Ahora bien, en las recientes asambleas del movimiento autonomista, la desigualdad de género se ha planteado en términos críticos cuya severidad no es frecuente en las asambleas del celebrado México mestizo. Las mujeres indígenas han sido claras: la autonomía incluye una renovada visión de género y, en particular, debe suprimir todos los ``usos y costumbres'' que opriman y limiten sus vidas.
Con ello queremos resaltar que no existe en el movimiento autonomista el pretendido apego ciego a la tradición, refractario a la crítica y aferrado a un feroz consenso. Las consejas sobre un fundamentalismo indígena que se niega al cambio y que desafía todo llamado a la tolerancia, deberían tomarse con más precaución. A menudo, estos tópicos son difundidos por quienes precisamente no quieren ver cambios ni el florecimiento de la pluralidad en el país. Ocurre, en efecto, que sea el imperio estatal sobre los pueblos indios el principal obstáculo para que ciertos cambios tengan lugar en las comunidades, como lo ilustra el bochornoso expediente chamula, en donde el régimen de dominación de las comunidades es el sostén de la intolerancia.