MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La última carcajada
Las cosas hay que decirlas como son: don Agapito nunca me simpatizó. Mis compañeras luchaban también por vencer los sentimientos negativos que el pobre viejo parece haberle inspirado a todo el mundo: desde la esposa que lo abandonó hasta el hijo que en la pasada Navidad vino a depositarlo a las puertas de la Estancia.
Sostenemos este albergue de milagro. Sólo en diciembre recibimos donativos. En especial durante las últimas dos semanas pasamos buena parte del día corriendo al zaguán para atender a nuestros benefactores. A veces, para divertirnos un poco, mis compañeros y yo cruzamos apuestas. El año pasado Carmina me retó: ``Cincuenta centavos a que nos traen cobijas''. ``Un peso a que es un pastelito'', le contesté, pensando en mi propio antojo y en que necesitábamos un postre para la cena de Navidad.
Estaba tan segura de que mi deseo iba a materializarse que al abrir la puerta sentí un olorcito dulce y alargué los brazos sin imaginarme que iban a recibir a un viejo, lloroso y suplicante, del que sólo pude ver una gran sonrisa. Fue lo primero que don Agapito nos dijo y también lo que nos entregó aun después de morir.
Lo queramos o no, en la Estancia acabamos convertidas en pitonisas de la muerte. Mucho antes de que llegue podemos adivinarla en la mirada, el gesto, el habla, el olor o el cambio en los hábitos de algún albergado. Hay viejos que al presentirla se niegan a levantarse de la cama. ``¿Por qué?'' La respuesta del anciano casi siempre resume lo que fue su vida: ``Me da miedo que la muerte, al no encontrarme, se lleve a otro. No sería justo: ya la esperé muchos años''.
Presentí el fin de Agapito desde que lo vi toda una mañana inmóvil debajo de la higuera y sin quitarse ni una sola vez su inmensa dentadura. Esa prótesis fue el origen de la sonrisa que iluminó siempre el rostro del viejo, pero también la causante de las antipatías que cosechó y que lo aislaron. Lo comprendo ahora, cuando ya no puedo disculparme por mis impaciencias ni devolverle la única posesión que atesoró en su vida: dos hileras de dientes falsos.
Posesión no es la palabra justa para definir el valor que la dentadura tenía para don Agapito ni menos su intimidad con ese aparato horrible. Su fealdad me permitió suponer que el viejo ya estaba afectado de cataratas cuando sus hijos le metieron la prótesis en la boca; de otro modo, no me explico que no se haya dado cuenta de que sus labios eran demasiado cortos para cubrirla. De allí la sonrisa que tantas veces me pareció inoportuna, cínica y hasta perversa.
Aunque fea y desproporcionada, la dentadura convirtió a don Agapito en todo un personaje dentro de la Estancia, cuyos huéspedes son desdentados o a lo más chimuelos. Recuerdo el primer día en que don Aga --como acabamos por llamarlo-- entró en el comedor. Nadie respondió a su sonrisa sobrepuesta, nadie se recorrió en la banca para cederle espacio, nadie se opuso a que se acomodara en el quicio de la puerta y nadie le quitó los ojos de encima mientras devoraba un caldo con más verduras que carne.
Cuando Agapito terminó de comer, en los platos de sus compañeros se había formado una costra de grasa y en sus ojos la nube del rencor. El sentimiento se convirtio en lluvia de ruidos obscenos cuando el recién llegado, por amabilidad, se despidió con un tímido ``Provecho''.
Pese a su eterna sonrisa, don Agapito era de una sensibilidad extrema. Si el vuelo de una mosca podía arrancarle lágrimas, con más razón los desaires de sus compañeros, de los que él siempre me daba cuentas. Que Dios me perdone lo que voy a decir, pero es la verdad: durante las sesiones de quejas me resultaba más irritante que en otras circunstancias la expresión impuesta por la dentadura postiza en el rostro de don Aga.
Poco después de su llegada lo comprobé cuando, lloroso, me sorprendió en un pasillo para quejarse de lo sucedido en el comedor: ``¿Vio lo que me hicieron? ¿Por qué? Yo solo quería ser amable''. Sentí lástima, pensé en el desconcierto del recién llegado y procuré tranquilizarlo: ``No se preocupe. Lo que sucede es que todavía no lo conocen y se les hace raro verlo con su dentadura. No dude que algunos hasta se la envidien''. Sin darme cuenta, sembré en su ánimo la sospecha pero también le di la clave para resolver su problema de incomunicación.
La mañana siguiente me tocó preparar la olla de café con leche. Estaba en eso cuando oí rumores y un saludo al que fueron sumándose otros. Me dio gusto comprobar que iban dirigidos a don Agapito. Atribuí la cortesía a las recomendaciones que la noche anterior, mientras apagaba la luz, fui sembrando en los pabellones: ``Acuérdense de una cosa: no quieras para los demás lo que no desees para ti''.
Apenas me acerqué al lugar que don Agapito ocupaba en la banca de enmedio noté su rostro empequeñecido, enjuto, como si todos sus músculos y sus huesos se hubieran ido por el sumidero en que se había transformado su boca. Los labios húmedos y olanudos se alargaron en una gran sonrisa cuando Aga asentó la dentadura sobre la mesa. Las carcajadas que escuché no me tranquilizaron, sólo hicieron más profundo mi horror.
Desde aquel día don Agapito apareció por todas partes con su dentadura en la mano derecha. La llevaba con la misma actitud con que algunas personas acarrean una jaula o tiran la traílla de su mascota. Las únicas ocasiones en que la prótesis quedaba unos centímetros lejos de su dueño eran las partidas de dominó. Antes de comenzar el juego, Agapito ponía la dentadura en el suelo, muy cerca de sus rodillas, de modo que pudiera vigilarla, como si se tratara de un nietecito travieso, ávido y heredero de su sonrisa.
Don Agapito sólo volvió a ponerse la dentadura en dos ocasiones: el día en que nos visitó el Patronato y la tarde en que adivinó su muerte. Pretendí no darle importancia al presentimiento aunque comprendí que era justificado. No pensé que el desenlace ocurriera tan pronto: al anochecer, Francisca, la sordomuda que nos auxilia en la limpieza, me llevó a jalones hasta el patio donde Agapito yacía muerto.
Di la orden de que los albergados pasaran del comedor a los dormitorios: la presencia de la muerte les produce ataques de histeria y de diarrea. Mis compañeras y yo trasladamos el cuerpo a la enfermería. Allí lo velamos y de allí salió por la tarde --cubiertos los trámites legales-- rumbo al panteón. La ceremonia fue más triste que otras; faltaron, además de las flores, las palabras de simpatía con que siempre despedimos a nuestros viejitos. Cuando lo hice notar, mis compañeras se desbordaron: ``No porque esté muerto voy a decir que era agradable''. ``Pobre: nunca lo quise.'' ``¡Qué olorcito!'' Al fin confesé: ``Conmigo trató de ser simpático pero nunca pude soportar su sonrisa''.
Cuando llegamos, en la Estancia había demasiada quietud. No vi a Francisca en la cocina: mala señal. Corrí al tercer patio. Allí estaban los viejos, callados y en círculo, mirando codiciosos la dentadura que don Agapito había arrojado en el momento de morir. Los ancianos interpretaron el hecho a la luz de la superstición: ``No quiere que lo olvidemos''; yo lo entendí simplemente como una enorme venganza.