``Si el sueño es tan real que te despierta'', anoté al despertar. Me despertó un sentimiento de culpa muy fuerte por algo que yo no había hecho, y que consistía en haber matado a Cervantes. Me dolía el corazón; me lo oprimía con una mano mientras con la otra anotaba. Recordé que no era la primera vez que tenía ese sueño. Me encontraba en una sala con otras personas, ante un hombre detrás de un escritorio. Era como un juzgado; nosotros, los acusados; el hombre de enfrente, el juez. En el sueño, al ser enjuiciados, yo me levantaba y me dirigía hacia la puerta. Una especie de guardia, sin uniforme y también de pie, no hacía nada por detenerme, pero yo no sabía a dónde ir. Supongo que por eso mismo despertaba.
El salón era un sótano de mosaicos verdes y grises; amplio, en orden, frío. Tomé un lápiz y escribí: ``Significa que te declaras incapaz de superar a Cervantes o que eres una parricida'', pero habría querido destruir el papel en el que anoté esta interpretación. Si la miras desde un ángulo, es de humildad; desde otro, de arrogancia. En todo caso, indigna por donde la mires. Pretenciosa, ilógica, inimaginable. ``La culpa, la recurrencia'', apunté, en letra no tan ilegible como habría deseado.
Si el significado de mi sueño fuera el obvio, el que he registrado, ¿me dolería el corazón? Me lo pregunté antes de intentar volver a dormirme. No quería volver a dormirme. No quería enfrentar de nuevo el juicio, y tampoco me sentía con fuerzas para hacer virar la fantasía hacia direcciones que no me causaran dolor de corazón. No se me ocurría qué argumento ofrecer al juez para probar que su acusación era errónea o que, por lo menos, no se aplicaba a mí.
Si estaba tan segura de mi inocencia, podría preguntarme él a su vez, ¿por qué me dolia el corazón? ``El corazón no duele'', dijo el médico. ¿Qué duele --pregunté-- cuando duele el corazón? Es fácil seguir despierta si la alternativa es morir fusilado al amanecer, señalada por el juez. Lo que no es fácil es entender de otro modo el sueño. ``Si eres escritor en lengua española y sueñas que matas a Cervantes, significa que te declaras incapaz de superarlo, o que eres un parricida'', anoté con la luz tenue de una lámpara de aceite.
Antes de dormir había leído las palabras con que Restif de la Bretonne presenta La vie de mon pre. Dice que mientras que otros celebran a los guerreros, y las academias premian a los escritores que han enaltecido a los antiguos ministros, él arroja flores sobre la tumba de un hombre honesto, cuyas únicas cualidades fueron haber sido justo y trabajador. Además, sugiere que se abra una carrera ``a la compasión filial'', en la que se inste a los alumnos a escribir cada uno la vida de su padre. Opina que esto sería muy útil, pues haría que los padres se esmeraran en cultivar alguna virtud, o en hacer una buena acción, para no ser deshonrados por quien perpetuará su nombre. Esto, termina Restif de la Bretonne, ``sería el freno más poderoso contra la rápida corrupción de nuestras costumbres''.
¿Asimilé la lectura? ¿Mi respuesta fue cerrar La vie de mon pre, dormirme y soñar que mataba a Cervantes? ``La culpa, la recurrencia'', había escrito al despertar de mi sueño. ¿En dónde meterme? La mano, oprimiendo el corazón dolido y adolorido. Si es pretencioso por parte de un escritor de lengua española creer que debe superar a Cervantes, como para que en un momento dado se declare incapaz de hacerlo y opte entonces por matarlo, ¿no es igualmente pretencioso creer que puede escribir su vida, la vida de su padre? Es decir, cuando un padre merece que su vida sea escrita por su hijo; cuando lo merecía sin imaginar que nadie escribiría su vida, ¿no es pretencioso para un hijo intentarlo?
Quizás sólo los padres que no lo merecen instarían a sus hijos a escribir su vida. Conocí a uno de éstos. ``En las vacaciones --sugirió a su hijo--, escribe mi vida''. ¿En dónde empieza y en donde termina la vanidad? ¿La pretensión? ¿En el hijo, en el padre? Hay padres que merecen hijos parricidas. Hay padres que merecen hijos biógrafos. Pero, ¿por qué confunde su papel un hijo biógrafo por el de parricida? ``La culpa, la recurrencia'', había anotado con la mano derecha, la izquierda contra el corazón.
``Barrer el corazón, guardar el amor que no queremos volver a usar hasta la eternidad'', dice Emily Dickinson. ``El bullicio en una casa, la mañana siguiente a la muerte, implica el más solemne de los quehaceres que se representan en la tierra''. Barrer el corazón, ponerlo en orden, acallar el tumulto; quedar, como Matthew Arnold, ``con un anhelo de un cambio total, de nubes, tormentas, efusión y alivio''.
Un padre justo espera su hora, a su modo, tranquilo, debajo de las nubes, más allá de toda tormenta, de toda efusión. Espera el alivio.