Uno de los efectos más trascendentales del levantamiento indígena de Chiapas, encabezado por el EZLN, fue poner nuevamente en el debate nacional la cuestión de nuestra heterogeneidad étnica. La novedad de esa actualización radicó en el relanzamiento de la propuesta de autonomía como una de las grandes reformas --del pacto federal y, en general, de las relaciones entre etnias y Estado nacional-- que son imprescindibles para dar una salida justa y duradera a la crisis y sentar las bases de una sociedad democrática.
No es que el proyecto autonómico se plantee por primera vez a raíz de la rebelión zapatista; pero después de ésta se afirmó en sus principios y adquirió los perfiles de la urgencia. La irrupción ``de los más pequeños'' incitó a los pueblos indios a asumir la autonomía abiertamente: hoy es un reclamo prácticamente generalizado, al menos entre las organizaciones indígenas y, lo que es igualmente importante, despierta entre la población no india un interés inédito, esperanzado o angustioso, según el caso.
Ahora bien, el debate en torno a la autonomía arrastra un sinnúmero de confusiones que es preciso aclarar. Una de ellas consiste en pretender dividir las opiniones, como lo hizo Héctor Aguilar Camín, en dos supuestos bandos: por una parte los indigenistas, que supuestamente aprobarían la autonomía (o la ``autogestión'', como a veces la llama), y por otra los críticos del indigenismo que la rechazarían como salida (grupo en el que aquél se incluye). Se trata de un enorme error, repetido incesantemente. Ante todo, en favor de la claridad, se requiere poner las cosas en sus justos términos, identificando quién dice qué, y desde qué perspectiva.
La corriente autonomista no parte de una adhesión al indigenismo, sino de una crítica profunda y severa de éste. Más aún, de las premisas indigenistas no puede derivarse autonomía alguna. El indigenismo y el autonomismo son antitéticos e irreconciliables. Tanto la intelligentia india que arriba al proyecto político de la autonomía, como los intelectuales y académicos de la misma perspectiva lo hacen a partir de una confrontación práctica y/o una crítica intelectual del indigenismo. La vigencia del indigenismo hace impracticable la autonomía; y la autonomía, como régimen juridicopolítico y como parte de un nuevo arreglo nacional, supone la cancelación de todo indigenismo.
Así las cosas, el intento de HAC de recusar la autonomía (``la autogestión de las comunidades indígenas'', dice él) a partir de criticar al indigenismo es, en el mejor de los casos, un error de cálculo. El autor quiere hacer un lance de tres bandas: 1) impugnar el indigenismo, al que caracteriza como una ``simulación''; 2) desmitificar la base de la organización india (es decir, la comunidad), idealizada por el indigenismo y 3) concluir a partir de estas premisas que la autonomía es una falsa salida. El supuesto detrás de esta escaramuza intelectual es que, puesto que la comunidad indígena no es como la pinta el indigenismo, toda solución (autonómica) que se funde en ella provocará más perjuicios que beneficios, incluso para los propios indígenas.
Esta argumentación falla en su propia articulación. Se pueden aceptar sin vacilaciones las dos primeras proposiciones (esto es, el carácter simulador del indigenismo y la idealización de la vida en las comunidades indígenas), sin que esto afecte la conformidad con la autonomía. La razón ha sido adelantada: la bandera de la autonomía regional que levantan los pueblos indios no requiere una adhesión a cualesquiera de las variantes indigenistas ni a las idealizaciones de la organización comunal sino, por el contrario, su impugnación explícita.
Curiosamente, fueron las críticas de HAC al indigenismo y a la
comunidad las que despertaron cierta atención y las consiguientes
respuestas airadas de defensores oficiosos de la política
gubernamental. Sospecho, sin embargo, que al autor le importaba menos
impugnar el indigenismo que poner en cuestión las demandas
políticas
De hecho, como veremos, el crítico del indigenismo se adscribe, ignoro
si con conciencia de ello, en una de las corrientes indigenistas que
en el mundo han sido. Irónicamente, los contradictores de HAC
(Fernando Benítez y Acosta Becerra) no comprendieron la intención de
aquél y se fueron con la finta del debate indigenista. Por lo dicho se
explica, en cambio, el silencio del indigenismo oficial: ningún
indigenista en activo, funcionario o antropólogo (en los aparatos o en
la recreación ideológica) salió en defensa de la política oficial. Una
razón radica en el sencillo hecho de que el indigenismo, hoy, es
indefendible. Otra tiene que ver con algo menos evidente: los ataques
de HAC no se dirigían a impugnar las posiciones del régimen, sino a
apuntalarlas.
Se puede aventurar otra hipótesis: quizás nuestro autor quedó
confundido por el hecho de que, en los últimos años, algunos
connotados indigenistas se han ``convertido'' inopinadamente al
autonomismo, aunque sólo sea de dientes para afuera. Pero esto no
implica un cambio en la política del Estado, que pretende ahora
continuar su práctica indigenista bajo la retórica ``autonomista'';
más bien expresa los preparativos de algunos funcionarios previsores,
quienes se aprestan a abandonar un barco (el indigenismo) que se va a
pique, con la esperanza de salvarse del naufragio.