Néstor de Buen
¡Adiós al trabajo!

A Julio Scherer, por supuesto.

No sé si con sentido del humor negro o con algo de maléfico espíritu orientado hacia un infeliz especialista en Derecho del Trabajo, pero el hecho es que mi muy querido y admirado amigo Julio Scherer me acaba de regalar un libro de título muy insinuante: The end of Work del que es autor un tal Jeremy Rifkin. Se trata de una de esas obras típicas de los escritores estadunidenses, apoyadas en una implacable información, abrumadora habría que decir, y que hace un responso protestante de la sociedad industrial y, sobre todo, de lo que llama fuerza laboral global. Dicho sin eufemismos, augura la desaparición, a más que corto plazo, de los trabajadores no calificados, de los calificados, de los mandos medios y de más de un directivo hoy de altos vuelos a los que la obra también manda a volar.

Hace años que un tal Schaft, un polaco bien conocido en España, publicó en Madrid una obra de menores alcances, pero de iguales vaticinios. Entonces, hace poco más de diez años, anunciaba que en cincuenta más desaparecería el trabajo como hoy lo entendemos. Unas grandes computadoras gobernadas por unos privilegiados sujetos se encargarían de producir todo lo necesario, lo que aunado a mecanismos de cultivo altamente sofisticados y aprovechando espacios menores, resolvería el problema de la comida y el vestido de toda la humanidad.

El señor Rifkin no se conforma con los augurios sino que hace una cuidadosa historia de lo que llama la Tercera Revolución Industrial, el reino absoluto de la cibernética y llega a la conclusión, por cierto comprobada en los hechos, de que el desempleo absoluto será la pauta en el futuro inmediato. Con gran beneplácito de parte de los señores empresarios, entusiasmados con la desaparición de nóminas, cuotas de la seguridad social, prestaciones de vivienda, aguinaldos y cosillas por el estilo, lo que incluye --y eso sí me parece preocupante-- la consecuente desaparición de los abogados laborales.

La verdad es que no puedo imaginarme a una sociedad pareja, de hombres y mujeres haciendo cola para recibir provisiones y algunos elementos materiales que harían menos incómoda su vida. Ni a unos empresarios que pasado el entusiasmo de no tener trabajadores, como el aprendiz de brujo vivirían en el terror absoluto de no poder detener a la computadora madre, inteligente de por sí, y entusiasmada sacando unidades, kilos y litros de productos para un mercado sin compradores.

Tampoco me puedo imaginar a un Estado descapitalizado, sin empresarios ni trabajadores aportantes de impuestos o de cuotas de la seguridad social que pudieran justificar sus ya superadas ambiciones de ahorros nacionales aforados, ni empresas sin consejos de administración sustituidos por programas de perfección absoluta que, además, no requerirán de premios económicos a los viejos consejeros, los últimos incorporados al proletariado absoluto de la sociedad del futuro.

Claro está que entre tanto algunos de esos países de mayor desarrollo habrá inventado la super-computadora-aspiradora que por vía de satélites chupe petróleos y otros productos de los antiguos países tercermundistas y los traslade al propio para comodidad de sus financieros, acreedores de los pasivos de los demás.

Habrá que confiar, tal vez, en que despierte de nuevo el señor Huxley y vuelva a inventar al maravilloso salvaje de su Mundo feliz. Y que de su encuentro casual con alguna salvajilla surja de nuevo una sociedad fundada en la ternura, en el buen espíritu de solidaridad, en la trascendencia de lo intrascendente, que se olvide del viejo concepto del mercado y de las tecnologías y que entienda que trabajar es la mejor de las ocupaciones. Aunque sólo sea con las viejas manos.

¿Qué sería del mundo sin despidos, huelgas y contratos colectivos de trabajo?.