Miguel Covián Pérez
¿Un final feliz?

El incidente provocado por la desafortunada reconvención que una dependencia de la Secretaría de Gobernación dirigió a Norberto Rivera con motivo de la más reciente homilía del parlanchín arzobispo de esta metrópoli parece haber concluido con un final feliz. El oficio conminatorio ha sido rectificado en declaraciones informes del subsecretario Rodríguez Barrera, quien tácitamente reconoció el desacierto con que procedieron sus subordinados.

Es evidente que la reacción de la Dirección General de Asuntos Religiosos fue en este caso desmesurada, aunque posiblemente haya pesado en el ánimo de quienes tomaron la decisión, la inocultable vocación histriónica del prelado católico, quien no se distingue por su prudencia ni discreción, sino por la proclividad a autopromover su imagen en las pantallas de televisión.

Pero seamos justos. Lo que dijo ante sus feligreses el domingo 20 de octubre no ameritaba la reprimenda que le fue dirigida y que, según explicó el director del área gubernamental responsable, fue producto de un detenido análisis realizado por ``un grupo de abogados''. (La Jornada, 23-10-96, Pág. 3).

La homilía convertida inesperadamente en piedra de escándalo no hace sino reproducir una vieja tesis elaborada siglos atrás y sostenida, entre otros, por el pontífice León XIII, por Tomás de Aquino, por Suárez y por Mariana, para mencionar nombres ligados con el ámbito eclesiástico, y que recogida ulteriormente por doctrinarios laicos como Theodore de Béze, Languet y Hoffman, culmina con los desarrollos lúcidos de Locke en sus Tratados sobre el Gobierno Civil.

Por supuesto, estos nombres posiblemente no digan nada a los abogados jóvenes, pero quizás el de León Duguit alguna evocación pueda traerles a la memoria. En su Tratado de Derecho Constitucional el maestro francés hace una clara exposición de los límites de la obediencia civil frente al gobierno.

Recuerda, en primer lugar, que la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, así como la de 1793, incluyen el de resistencia a la opresión; y clarifica este último concepto al señalar que ``la opresión no radica en la mayor o menor dureza de las medidas impuestas por una autoridad, sino en su gratuidad o arbitrariedad, es decir, en su incompatibilidad con el orden jurídico del Estado''.

``Hay opresión --dice Duguit-- cuando el Estado legislador hace una ley que, en virtud del Derecho, él no puede hacer. Hay opresión cuando el Estado legislador no hace las leyes que él está jurídicamente obligado a hacer... Hay opresión cuando un acto concreto, acto administrativo o jurisdiccional, se lleva a cabo en violación de las leyes, cualquiera que sea el órgano o el agente que lo realiza''.

A continuación distingue entre las formas o grados de la resistencia que legítimamente puede oponer el ciudadano: la pasiva, que es la desobediencia, el no acatamiento a los mandatos arbitrarios de la autoridad, y la defensiva, que consiste en actos positivos que repelen la acción injusta de los depositarios del poder. Tesis más radical que la tenue reminiscencia contenida en la homilía que puso los pelos de punta a los abogados de Bucareli. Rivera dijo solamente que cuando la autoridad ``se sale del marco legal desde donde debe y puede gobernar, no hay obligación de tributarle obediencia''; y que cuando sus actos se oponen a los derechos humanos fundamentales ``hay que negarle obediencia''. Apenas dos facetas de la resistencia pasiva definida y defendida por Duguit.

La respuesta de la dependencia gubernamental fue: ``nadie, bajo ningún argumento, se encuentra eximido del respeto y la obediencia al régimen de derecho''. Expresión que, entendemos, incluye a los agentes de la autoridad y que, por consiguiente, no invalida las aseveraciones que la motivaron.

En resumen, tormenta en un vaso de agua que se hubiera evitado si no estuviera en desuso la lectura de los viejos tratados de teoría y filosofía jurídicas que dieron fundamentación doctrinaria al Estado de Derecho, al que suele invocarse con tanta frecuencia como ligereza.