Desde que el cristianismo se hizo Iglesia y régimen y obtuvo poder temporal han pasado dos milenios y todo tipo de Papas. Pero el más absolutista de todos, sin duda, ha sido el ``Papa llegado de las nieves'', el polaco Karol Wojtyla, que ha unido una americanización de los métodos del Vaticano con una cerrazón de cruzado del culto mariano, el cual exalta la intermediación a costa de la esencia misma del cristianismo primitivo y del carácter original de los sacerdotes, que eran gentes comunes elegidas por sus iguales y compañeros de fe.
Juan Pablo II ha centralizado y personalizado como nunca su iglesia, en parte para modernizarla, en parte para salvarla de la crisis de la fe, en parte para combatir el hedonismo que impera con la mundialización incluso a costa de utilizar la publicidad, los medios de comunicación, el mercadeo y las finanzas de un modo desprejuiciado. Comenzó así a mandar sus mensajes de tipo milenario, a hacer exorcismos y a combatir al diablo utilizando la televisión y los satélites; a organizar con Franco Zefirelli como escenógrafo los cónclaves y manifestaciones eclesiáticas, como meras masas de color; dejó las finanzas en manos de monseñor Marcinkus quien, como buen mánager, invirtió el óbolo de Pedro en la mafia internacional (Michel Sindona) y en el fraude financiero (Banco Ambrosiano) con Islas Caimán y todo; siguió promoviendo sus libros y videos como bestseller y continuó viajando continuamente de un lado a otro, con grandes coreografías a la soviética para el público televisivo internacional, mucho color ``indígena'' y buena dosis de demagogia nacionalista y besucona de los diversos suelos. En Italia, país cada vez menos cristiano pero donde el folklor es católico y la gente tiene la lágrima fácil, besó kilómetros de niños mientras en todas partes hacía una concesión mimética: entre los obreros se ponía casco o entre los africanos o pieles rojas penachos emplumados, como un presidente estadunidense cualquiera en gira electoral. Por otra parte, ``normalizó'' la Iglesia (en sentido estalinista: o sea, sacando del paso a los incómodos) y nombró tantos nuevos cardenales que le deben la sinecura que la curia, predominantemente italiana, o los grupos organizados han perdido márgenes de acción y dependen ya de él. Ligado al Opus Dei que lo rodea se trazó el plan ambicioso de hacer de la Iglesia católica el centro de la unión de los cristianos y de la resistencia de la religiosidad en un mundo donde crecen cada vez más los cultos místicos y de iniciados, como en la Roma de la decadencia.
Ese verticalismo, esa personalización, ese papel de mediador hacen que Wojtyla sea difícilmente reemplazable precisamente cuando la Iglesia debe cambiar. En efecto, como se sabe, el liberalismo no tiene relación con el humanismo, sobre todo si social, mientras que el socialismo, de cualquier tipo que sea y el cristianismo sí la tienen pues no podrían existir con una dosis de utopía y sin ofrecer justicia e igualdad. La Iglesia católica de la mundialización deberá pues combatir los valores de la ``modernización'' capitalista y reforzar su llamado a la utopía, ser cada vez menos poder económico y cada vez más factor político-social. Los papables hasta ahora conocidos poco pueden aportar como renovadores. Por ejemplo, los ``reformadores progresistas'' como el cardenal Carlo Maria Martini o Silvano Piovanelli. Giovanni Saldarini y Marco Ce tienen escasas posibilidades en un cuerpo tan conservador como el Colegio de Cardenales (sin hablar de que el primero es jesuita). Los italianos representan sólo el 17 por ciento y están divididos y difícilmente la curia romana podrá reemplazar con uno de ellos al Papa eslavo. Por eso en la carrera por la sucesión participan el alemán Josef Ratzinger, el de la Inquisición, el eslovaco Josef Tomoko, y el español Eduardo Martínez Sómalo. Como el 87 por ciento de los católicos es extraeruopeo, tendrían también alguna posibilidad el nigeriano Francis Arinze, el negro brasileño pro derechista Lucas Moreira Alves, que perteneció durante 13 años a la curia romana y ``domó'' la Iglesia brasileña desde su arzobispado en Salvador de Bahía, o incluso el mismo Pío Laghi, ex nuncio en Argentina. Para colmo, como las alianzas son cambiantes, hay un alto margen para una opción de compromiso. La crisis de la Iglesia católica, por lo tanto, previsiblemente se agravará con la desaparición del hombre que quiere llegar al jubileo del 2000 mientras lucha contra el cáncer y el mal de Parkinson.