Frente a las ventanas de un quinto piso, entre la pirámide de Cuicuilco y las puertas de Fomento Editorial de la UNAM, vimos durante dos años a muchos colibríes que en vuelo nervioso, con movimientos que describen la forma de una U, llegaban para detenerse en el aire con el incesante batir de sus alas. Era asombroso, como todas las cosas asombrosas que suceden en esta ciudad. Antes, viviendo al ras de tierra, cerca de Xochimilco, ya habíamos descubierto que entre la fauna del valle abundan chupaflores que buscan con el vibrar sonoro de sus alas las corolas que hallan en su camino. Pero nunca imaginamos que volaran tan alto en plena aglomeración urbana, sobre las lavas del sur de CU.
En un principio se acercaban a sorber el néctar y atrapar pequeños insectos de algunas flores que, en macetas, estaban a la intemperie sobre las jardineras recién estrenadas. Luego, tres bebederos con bases y cubiertas rojas fueron suspendidos de los cristales. En menos de una hora, llegamos a ver más de diez colibríes aparecer e introducir en pleno vuelo la punta de sus picos en los orificios para extraer el líquido púrpura, azucarado y traslúcido.
Nos enteramos, sin verlos, de que sus nidos son como tacitas hechas con fibras vegetales, telarañas, líquenes y musgo, colocados sobre hojas. En una ocasión vimos uno, en un bosque húmedo de Costa Rica, pegado como una bolsa al reverso de una gran hoja que formaba una de sus dos paredes; ahí una hembra protegía a sus crías metiendo la parte posterior de su cuerpo hacia abajo y dejando la cabeza y el pico hacia arriba, en el exterior.
También supimos que hay más de 320 especies de colibríes, todas americanas. Las de Alaska, Canadá y algunos sitios de Estados Unidos, vuelan, a veces sobre el Golfo, para pasar el invierno tan lejos como en Panamá. Los ejemplares que nos visitan no parecen aves migratorias, ni su plumaje es tan colorido como el que muestran algunas ilustraciones. Sus plumas son más bien oscuras, con tonos metálicos, azulosos y tornasolados cuando les pega la luz desde algunos ángulos. Los de plumaje más brillante son los machos; el tamaño de su cuerpo de la extremidad del pico hasta la de la cola no llega a los 20 centímetros y su peso debe ser de otros tantos gramos. Sabemos que los individuos de algunas especies cubanas apenas alcanzan los cinco centímetros y pesan dos gramos, mientras que otras variedades llegan a tener picos de 20 centímetros, que es la mitad de su longitud total.
Estas aves diminutas son oficialmente trochiliformes, aunque reciben muchos nombres pintorescos. Los que en la terminología especializada se llaman propiamente colibríes son de los pocos que forman parejas para compartir la crianza de dos huevecillos que, siendo los más pequeños entre los de todas las aves, son proporcionalmente grandes, pues alcanzan la décima parte del cuerpo de las hembras.
Desde principios de esta semana, nuestros colibríes dejaron de acercarse a las ventanas, y el nivel del líquido brillante de sus abrevaderos no se ha reducido ni una gota. Ya no se escucha el zumbido de sus alas, ni se ven sus movimientos elípticos ni sus despegues repentinos para alejarse. Los vimos aproximarse en esta misma temporada hace uno y dos años. Así que no parece que se hayan ido hacia el sur ante la cercanía de los fríos. Tal vez ya no están aquí porque algo les sucedió, quizá se extinguieron, por el exceso de imecas y de inversiones térmicas. Tal vez en algunos terrenos baldíos o sobre las banquetas comenzaremos a hallar sus cadáveres semiesqueléticos. Si eso sucede, es poco probable que se denuncie algún crimen o se nombre fiscal especial. Pero quizá algún fotógrafo nos dé su testimonio gráfico, aunque será difícil que su placa merezca primera plana.