En el momento en que los cristianos se entendieron con el emperador Constantino, transformando su comunidad en oficial, se planteó la contradicción de pueblo y autoridad civil que hasta la fecha agobia a los prelados de la Iglesia católica, contradicción reflejada a las veces con sofisticaciones teológicas y en no pocos acuerdos conciliares. Entre esas por cierto destaca la magna obra de Santo Tomás de Aquino, cuyas consideraciones sobre el problema de la desobediencia civil van por rutas sugerentes.
En la Cuestión CIV, art. 6, de la Suma Teológica, al responder a la tercera objeción asevera que ``el hombre está obligado a obedecer a la autoridad secular en la medida en que lo exija el orden de la justicia; por consiguiente, si el poder del gobernador es ilegítimo u ordena cosas injustas, el gobernado no tiene porqué obedecerlo'', aunque en el célebre opúsculo De Regimine Principum, part. 21, cap. 6, Libro I, el aquinense dice ``no enfrentar al tirano y la arbitrariedad, sino acudir a Dios y no pecar para que el Ser Supremo modifique el corazón del dictador''.
Teniendo a la vista La Jornada del pasado 21, creo que la homilía dominical del Primado puede enmarcarse en aquellas reflexiones tomistas y en el evangelio en que Cristo deslinda a Dios del César, cuestiones de enorme importancia para la Iglesia católica, no sin dejarse de advertir que el pensamiento riverista echó mano de dogmas de verdades reveladas junto con las tan difíciles relaciones de los de abajo y los que mandan. Claro que el recordar para los creyentes el célebre pasaje evangélico implica, por supuesto, el tomar conciencia de su dignidad frente a los que ejercen la potestad terrena, cuyos titulares si la usurpan o mandan lo injusto propician la degradación o cosificación de lo humano.
Dos aspectos se enhebran con el tema, la historia y la Constitución. Ya apuntamos que los pactos celebrados con el rey bizantino promulgador del Edicto de Milán y convocante del Concilio de Nicea, originarían las terribles antinomias en que se vio envuelta la Iglesia cuando los intereses generales y los reales chocaban entre sí, puesto que el sacerdocio tendría que decidirse entre el compromiso con el poderoso y el compromiso con el pueblo, tensiones que en México se reproducen en una implícita división eclesiástica entre los ministros que optan por conjuntarse a las demandas de los más y los que prefieren unirse a las clases hegemónicas y sus directores políticos. Es un conflicto bien simbolizado por Hidalgo y Morelos, en un lado, y las altas jerarquías eclesiásticas e inquisitoriales enemigas de los jefes insurgentes, o bien entre Juárez y los reformadores, y los obispos Clemente Munguía y Labastida y Dávalos; colisiones escenificadas en la conciencia de la Iglesia y sus actos, durante los decenios santanistas, la Guerra de Tres Años y en el lustro de la invasión francesa y el Segundo Imperio, así como en sus corolarios que ahora representan la Teología de la Liberación y sus radicales opositores.
Atrás de tan complejas urdimbres se percibe el sutil vaivén de la Iglesia entre el pueblo y los faraónicos poderes del capitalismo trasnacional de nuestro tiempo.
Aquella sabia homilía dominical nos trae el ejemplo de Cristo en el Templo, que alteró la tranquilidad de los poderosos y les infiltró interpretaciones erróneas del discurso arzobispal, al sentise amenazados por el látigo que Jesús aún descarga contra los mercaderes enriquecidos que atónitos contemplan, aquéllos y los de hoy, cómo se levanta la desobediencia ante su tartufa autoridad.
Medítese bien en la homilía del arzobispo y sus imbricaciones metafísicas y mundanas, y dígase si violan el artículo 130 constitucional. Ninguna transgresión salta a la vista por haber explicado, en Catedral, unos párrafos evangélicos que nada tienen que ver con el área de los partidos ni las reuniones de carácter político, ni mucho menos con agravios a leyes o a instituciones del país, en los términos de la fracción e) del artículo citado. ¿Qué fue, entonces, lo que provocó las ya públicas y airadas reacciones contra el arzobispo Rivera? Probablemente alguien o algunos se pusieron el saco no hecho a su medida, inducidos por sus propias y escondidas culpas.
Para no quebrantar el monopolio de las posdatas del sub Marcos, agrego sólo un post scriptum así: no soy miembro de la Iglesia vaticana, y en religión creo en un posible paraíso terrenal para el hombre y no en el paraíso de ultratumba.