El retiro obligado temporal de Fidel Velázquez de la jefatura cetemista desató una vez más la especulación sobre el futuro de la mayor central obrera del país y, concretamente, sobre la sucesión del viejo líder. Pero allí, contra el más elemental pronóstico, no pasa nada. A grandes males, grandes remedios; y ante la enfermedad de Velázquez se apela a Leonardo (La Güera) Rodríguez Alcaine, quien ahora --y mientras convalece Velázquez-- despacha los lunes como cabeza interina de la gerontocracia que permanece mirando pasar el tiempo.
El sindicalismo corporativo inventado por la Revolución Mexicana sobrevive contra viento y marea a todos los cambios, lo mismo a las insurrecciones intestinas de los trabajadores que a las presiones de un entorno político movedizo y desconfiado que no deja nada en pie. Parece inamovible por más que de tarde en tarde se abatan sobre sus filas intentos de reforma, aires de renovación que suelen estrellarse contra las siempre infranqueables barreras del poder y la costumbre.
Y es que, paradojas de la historia, la CTM es, con mucho, la gran fuerza conservadora del establecimiento, la última guarida de los dinosaurios autóctonos, la línea final de defensa del viejo régimen y sus privilegios.
Parece inconcebible que se reclamen derechos para todos, menos los que constitucionalmente corresponden a los obreros en primer término: elegir a sus representantes y decidir libremente sobre cada uno de los asuntos de su interés, es decir, a tener una vida democrática dentro de sus propias organizaciones. Y, sin embargo, la sociedad mexicana no podrá modernizarse en serio, democratizarse a fondo, sin una transformación completa de los sindicatos.
Llama la atención que ``liberales'' y estatistas callen en este punto, unos porque quieren la muerte del sindicato para dejar que sea el individuo ``libre'' la contraparte del capital; los otros porque saben que el sindicalismo corporativizado es su pilar más seguro y valioso. Los patrones que tan afanosamente reclaman la libertad del mercado son extremadamente cautos al referirse a la libertad sindical y a otros derechos sociales y colectivos de los trabajadores. La ``sociedad civil'', que tanto se preocupa por los indígenas y otros marginados, apenas si mira hacia los trabajadores asalariados que están siendo diezmados por la crisis y una reforma laboral salvaje. Y eso por no hablar de los partidos de oposición, cuya presencia en el mundo del trabajo es poco menos que inexistente.
Por eso no sorprende la escasa atención que los asuntos relacionados con el sindicalismo tiene entre los actuales partidarios de la democracia, que suelen tratar este asunto como un aspecto secundario, por no decir irrelevante de la agencia nacional.
El PRI (reformado) no puede desprenderse de la presencia incómoda de los sectores que le impiden construir una alternativa ciudadana, es decir, no puede apostar a la democracia interna que la realidad le exige como un imperativo para sobrevivir. Vive enmedio de una profunda contradicción que no sabe o no puede resolver: Quienes tienen los hilos de la modernización ya no creen en las organizaciones sociales, en la movilización de las masas como una palanca del desarrollo social, pero no pueden prescindir del control que ejercen sobre ellas, sin el cual serían imposibles los pactos actuales y todos los arreglos económicos que garantizan, así sea con sobresaltos, la continuidad del sistema.
La izquierda, por su parte, aún no consigue librarse de los reflejos de otras épocas, despojarse de cierta deformación de corte leninista que le impide entender al sindicato en cuanto tal sin convertirlo en un instrumento, pura mediación de los intereses políticos superiores, con lo cual renuncia no solamente a crearse una base social estable sino también a formular una estrategia alternativa, ahora que el término está de moda.