Seguimos sin tener noticias sobre el curso de las negociaciones que se celebran entre los partidos políticos y la Secretaría de Gobernación (Segob). Hay algunos atisbos, declaraciones al paso y señales aisladas que corren por los teléfonos de los iniciados. Pero la única noticia cierta es que aún no hay noticias. Y lo malo es que todo ello ofrece razones para pensar que las cosas se han vuelto a enturbiar, pues cualquier interpretación tiene cabida cuando falta la información; y que la reforma pactada, que podría abrirle las puertas a la construcción democrática por la vía rápida (si todavía cabe una expresión semejante después de veinticinco años), es un proyecto cada vez más improbable. Todo esto es culpa del tiempo transcurrido, del silencio tenaz y, seguramente, de la intransigencia de quién sabe quién (¿o de todos?) frente a las posturas de los demás.
Ayer se informó --a ocho días de que se cumpla el plazo fatal del 1 de noviembre-- que los negociadores se habían instalado en ``sesión permanente'' y que las discusiones se habían desdoblado en dos mesas: una para limar las diferencias que prevalecen en los detalles del enorme paquete legislativo que tendría que aprobarse, en el mejor de los casos, a las volandas; y otra para ``negociar'' los nombres de quienes podrían convertirse en consejeros electorales, incluyendo al presidente del IFE. También supimos que el PRI parece muy enfadado por los topes a los gastos de campaña --si hacemos caso a lo que dice el diputado Peralta Burelo que dijo Roque Villanueva--, y que los representantes del PRD opinan que en realidad no hay avances del 98 por ciento, como afirmó Arturo Núñez, sino del 2 por ciento, acaso porque se trataba del porcentaje restante. Es decir, en realidad no sabemos nada.
Ciertamente, la falta de información se resuelve informando. Pero el riesgo principal que se esconde tras las mesas de negociaciones entre partidos consiste en que los dirigentes partidarios y la propia Segob busquen amarrar tanto las cosas, que acaben produciendo un muy indeseable efecto de aislamiento respecto al conjunto de la sociedad. Es muy preocupante que los dirigentes partidistas --si hacemos caso de los rumores-- quieran integrar un Consejo Central del IFE que los ``represente'', como si los nuevos consejeros fueran a ser diputados. Muy por el contrario, el criterio ya ganado de autonomía de la autoridad electoral respecto del gobierno no debería convertirse ahora, por ningún motivo, en una nueva dependencia trasladada hacia las dirigencias de partidos: de ninguno de ellos. Hacer del Consejo General del IFE una representación paritaria de los partidos llevaría a destruir de antemano la credibilidad social --y aun partidista, pues todo el mundo sabría de qué lado vota-- de un órgano tan relevante para el futuro democrático del país. Por lo demás, no puedo imaginarme siquiera qué tipo de autoridad moral podrían esgrimir los nuevos consejeros electorales si aceptaran ``representar'' a alguna de las fuerzas políticas, como jueces interesados. Sería lamentable, pues, que los partidos estén buscando tantas seguridades en esas nuevas designaciones que acaben por amarrarse pies y manos unos a otros, hasta quedar todos inmóviles.
Es por lo menos curioso, por otra parte, que se siga pensando en nombrar consejeros cuando todavía no hay leyes: ¿con qué instrumentos podrían hacer su trabajo esos personajes, colocados en el centro de una responsabilidad sin sustento jurídico y secuestrados por las negociaciones entre partidos? Usted acepte primero, y ya después vemos qué es lo que tiene que hacer. Si así fuera, yo esperaría que los consejeros así nombrados tuvieran al menos la altura ética suficiente como para condicionar su aceptación definitiva a la aprobación de un conjunto de leyes que no los convierta en figuras decorativas. Lo menos que puede desearse es que la autoridad electoral sea, efectivamente, una autoridad electoral.
Los partidos harían bien en tener muy presente que los intermediarios de la voluntad política ciudadana no son eternos. La confrontación de un régimen de partidos no sólo depende de los ya existentes, sino de la posibilidad de abrir puertas y ventanas para que todo mundo encuentre los cauces suficientes para hacer política sin tener que enfrentarse a la ley. Los cuatro partidos que negocian las reformas actuales se llevarán el mérito --si logran vencer sus fantasmas-- de haber situado las bases para la construcción democrática de finales de siglo. Pero ese mismo honor les tendría que obligar a romper las tentaciones de fabricarse una democracia a la carta. O la democracia es para todos, o no es democracia.
En suma, es preciso que los partidos y el gobierno --para usar una expresión exacta de los anglosajones-- eviten el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia. Desde 1994 se ha avanzado muchísimo, y sería una verdadera tragedia que en los últimos minutos de apuro se desaprovechara la buena experiencia ganada. La desesperación suele ser una pésima consejera, y peor si no quiere aceptarse que la característica principal de la democracia es la incertidumbre, que sólo se resuelve después de contar los votos.