Olga Harmony
El cántaro roto

Heinrich von Kleist es uno de esos personajes cuya vida hubiera podido ser la del protagonista de alguna tragedia romántica. Volcado hacia la búsqueda de algo que nunca encontró --y que lo mismo lo llevó a la idea un tanto tolstoiana de la vida sencilla que a una ardorosa defensa de su país acechado por las tropas napoleónicas-- en su obra dejó algún rastro de esa lucha contra todos los demonios, quizás el mayor de los cuales haya sido esa inmensa sensación de que el lenguaje no logra expresar del todo al ser humano. En El cántaro roto, aun en traducción, se pueden encontrar en los personajes no ilustrados, o sea todos excepto Walter el Consejero de justicia, las repeticiones de una palabra llevadas de boca en boca, las vacilaciones de un diálogo discontinuo y los juegos de palabras basados más en interiores asociaciones de ideas que en cualquier resorte cómico externo: es muy posible que en esta comedia costumbrista Kleist se propusiera el realismo extremo al desnudar por medio del habla lo más recondito de los personajes, en particular el alcalde Adam.

Ya sea que El cántaro roto naciera, como afirman algunos, de una apuesta entre amigos al contemplar el conocido cuadro de Greuze que lleva el mismo nombre, ya sea --como afirmó en alguna carta-- que intentó imitar la pintura de David Teniers el joven, con sus escenas de gente del pueblo entre la que se podían encontrar algunos truhanes, pintadas con minucia en los detalles, lo cierto es que su comedia es tenida por la más importante del teatro alemán, lo mismo que su obra toda ha sufrido una reivindicación total. Pentesilea, por ejemplo, en vida del autor --fue un sonado fracaso que pudo ser uno de los motivos de su suicidio-- y ahora es gran obra del repertorio clásico alemán.

Debe de haber sido muy complejo adaptar esta comedia a nuestro ámbito, sustituyendo la original aldea neerlandesa próxima a Ultrich por un pueblo mexicano llamado San Lorenzo del Rincón, sin ubicación ni fecha precisas (aunque probablemente sea en un estado del centro y muy mediado el siglo pasado, ya que la señora Martha habla de la ocupación francesa como algo anterior). Muy complejo y no siempre acertado. Por una parte, el lenguaje nunca se oye campirano, es excesivamente directo y se pierde mucho de la sutileza que propone Kleist. Por otra parte, la peluca del alcalde supone un alto grado de dificultad para resolverla, ya que no era de uso en esa época y ese lugar; la solución de una peluca dieciochesca resulta bastante absurda y hace que la traslación se emborrone un tanto.

La dirección de Harold Clemen resulta (muy aparte de que un director que no domina un idioma difícilmente advierta los tonos de sus actores, que aquí transitan del modo pueblerino a matices muy urbanos, como sucede con Diego Luna) un tanto desconcertante. En esa inmensa antesala de adobe y piedra, creada por Alejandro Luna, los muebles aparecen casi en penumbra y son llevados a la luz y al centro cuando resultan requeridos por la acción; esto, y el principio del juez, o alcalde, Adán arrastrando un largo vendaje desde su pierna, con las ropas que esparce por el suelo, hacen pensar en un alto grado de estilización del montaje. Sin embargo, Clemen pide una actuación realista ----aunque por momentos se tienda en exceso a la farsa-- a sus actores que dicen la mayoría de sus parlamentos de cara al público; aunque es bien cierto que el trazo del director juega en todos los espacios, lo frontal prevalece. Resulta una extraña mezcla de posibles estilos, rescatada por la agilidad del ritmo y la gracia de las propias situaciones.

Si damos por buena cierta pérdida de sutileza en aras de un mayor acercamiento al público, podemos disfrutar de muchas actuaciones. Sergio de Bustamante descubre para nosotros una vena cómica muy intencionada, plena de gracia. Ofelia Medina, al impostar en melodrama a su señora Martha, logra un eficaz contraste entre lo que dice y el tono en que lo hace. Daniel Giménez Cacho, muy distante y frío, como para marcar la separación de clase. Pilar Souza, con toda su gracia veterana. Diego Jáuregui y los demás cumplen con mayor o menor fortuna con lo que se les pidió, excepto las dos aspaventosas criadas que parecen sacadas del peor de los astracanes.

Las expectativas que despertó este montaje hicieron que muchos expresaran su desencanto llevándolo al extremo. Ciertamente, el distinguido teatrista alemán no llegó a deslumbrarnos, aunque tampoco parece ser esta su intención. Por las declaraciones hechas a la prensa, su intención era que un público mexicano actual disfrutara de un clásico de su país como si fuera de escritura nuevecita y compartiera en él y con quienes están en escena la convicción de que los abusos del poder, incluso el acoso sexual, y las formas de la corrupción pueden ser combatidos cuando la buena gente pierde sus temores. Esto se logra y, además, de una manera muy divertida.