Presión a grupos independientes en las huastecas
Blanche Petrich / II, Huayacocotla, Huasteca veracruzana La militarización en las huastecas, o ``presencia militar reforzada'', como prefieren llamarla las autoridades, tiende un cinturón de contención en la franja que va, en Hidalgo, de Tianguistengo a Zacualtipan y en Veracruz, desde Chicontepec hacia las estribaciones de la Sierra Oriental, que remata Huayacocotla.
El itinerario de las incursiones militares coincide, punto por punto, con las comunidades indígenas donde hay más organizaciones campesinas independientes.
Cuando la tropa llegó por aire y río a una de ellas, Amaxac, un asentamiento que no pasa de las cien familias, sin teléfono y distante siete horas de camino a pie desde la cabecera municipal, la gente se comunicó por radio con el jesuita Alfredo Cepeda, en Huayacocotla: ``Estamos tristes. Creo que nos vienen a matar. Nos vienen a matar a todos''.
Un agente de seguridad nacional le explicó a Cepeda que la llegada de los soldados se debía a que en un paraje cercano habían encontrado un camión con armas. El problema es que ni la carretera ni el más desolado de los caminos de terracería llegan a Amaxac. ``Nos queda la duda
-dice el sacerdote-: ¿fueron a buscar armas o a sembrarlas?''
A esta última región la invasión del Ejército llegó con tropas helitransportadas y lanchas rápidas para sitios aislados y comunicados sólo por río, como es el caso de Pericón, pocas horas después de que se supo que el Ejército Popular Revolucionario había llevado -los últimos días de agosto- a periodistas a una conferencia de prensa ``entrando por Pachuca'', según algunos medios.
El mismo 31 de agosto un helicóptero sobrevoló Pericón, una comunidad otomí distante ocho horas de camino a pie. El 5 de septiembre llegaron 200 soldados por el camino de terracería de Tlachichilco. Al día siguiente llegaron 400 más y acamparon en El Coyol, El Sombrío, Cerro del Brujo, Encinal y La Abundancia. El 7 de septiembre la comunidad de Amaxac, con antecedentes de un fuerte conflicto de despojos e invasiones de tierras, estaba totalmente rodeada. Los soldados se habían pintado la cara de negro. Un helicóptero grande aterrizó y otro, artillado, se quedó sobrevolando.
El Comité de Derechos Humanos de la Sierra Norte de Veracruz -que dirige Cepeda- había capacitado a varios otomíes como monitores de derechos humanos de sus pueblos. Estos documentaron en un expediente lo ocurrido estos días, hasta el fin de mes.
Relatan, por ejemplo, cómo Pericón -que no pasa de 80 familias- fue cercado por 400 soldados ``en algo que parecía un simulacro de guerra, en movimiento envolvente y sin proporcionar ninguna información''.
Cuentan también cómo los soldados y los ``caciquillos'' con quienes se relacionaron preferentemente hacían saber a la gente que ellos se encontraban ahí ``porque ahora sí nos vamos a chingar al padre Alfredo''. Y relatan de las milpas macheteadas, los elotes cortados y robados; de la forma cómo, con los días, los soldados fueron entrando en confianza, llegando a los bailes de las comunidades, emborrachándose en ocasiones y preguntando ``por mujeres de ésas como hay en la capital''.
En Texcaltepec llegaron a reunirse hasta 100 soldados y otros 100 en Coatecomaco. Días después también la cabecera municipal Huayacocotla era una base militar, donde se asentaron los mandos. Tres semanas después se retiraron de algunas plazas. Pero otros puntos de la región, entre ellos las comunidades indígenas donde el PRI ha ido perdiendo terreno electoral, el ejército continúa acampado. Es el caso de Amajac y Pericón. ``Donde hay más independencia de las organizaciones, como en Ilamatlán y Texcatepec (que ocupan el tercer y cuarto lugares de mayor marginación en el estado; el 24 y 23 a nivel nacional), más se clavó el Ejército'', señala el jesuita.
Alfredo Cepeda descarta que haya brotes guerrilleros en esas poblaciones. ``Pero sí hay algo... un despertar de la gente''. Quizá los datos electorales digan algo. De los nueve municipios de la Huasteca veracruzana, en los pasados comicios en cuatro ganó la oposición, aunque sólo se les reconoció el triunfo en uno, Zontepec, con un panista indígena.
El chirrión por el palito
En mayo de este año, René Monroy iba llegando a caballo a su rancho Las Peñuelas, en Ixhuatlán, tierra de cacicazgos ``a la antigüita'', poderosos y violentos, cuando fue venadeado. Cayó casi en el mismo lugar en el que murió abatida de igual forma su esposa Gladys de los Angeles Avendaño, dos años antes. En esa ocasión, 1994, se dice que Monroy se había bajado del caballo para abrir un portón cuando sonaron las ráfagas que le estaban destinadas.
En ese tiempo Monroy usó todo su poder para vengarse. La policía cooperó. Todo 1995 duraron las redadas. Cientos de campesinos fueron detenidos como sospechosos y sin juicio purgaron meses de cárcel en Tuxpan, Chicontepec, Alamo y Tantoyuca.
Este homicidio es el último de una cadena que, según el análisis de Concepción Hernández, dirigente de la Agrupación de Derechos Humanos de la Sierra Oriental y las Huastecas Xochitépetl, revela que ``de un tiempo para acá, la violencia que siempre estuvo dirigida contra campesinos inermes, se les está revirtiendo. Es un poco como si se estuviera volteando el chirrión por el palito''.
``Es imposible saber si lo que pasa es que alguien se cansó se los caciques, si hay grupos de ajusticiamiento detrás de eso o no. Pueden ser también pugnas entre ellos'', asegura la defensora de derechos humanos.
Antes de Monroy hubo otros. Este año murió en una emboscada un pistolero de Ilamatlán, Raúl Hernández. Y poco antes, a fines de 1995, otro gatillero, Juan Ramírez Navarrete, conocido como La Zorra, fue atacado a las puertas de su casa en Coacoalco. Su hijo de 13 años intentó interponerse. También fue asesinado. La Zorra llevaba chaleco antibalas. Todos los disparos se impactaron en la cabeza. Se le identifica como jefe de una banda de guardias blancas que durante más de diez años se dedicó a ajusticiar a líderes campesinos. Conchita cita varios casos más. Sus relatos parecen hablar de una región del lejano oeste, de una tierra sin ley