En lo que constituye un capítulo más de la ofensiva política de la jerarquía eclesiástica para redefinir su papel ante las instituciones públicas y buscar nuevas posiciones de poder en el país, el domingo pasado el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, a nombre de la Iglesia católica, anunció la determinación de esa asociación religiosa nacional de ir más allá de lo que le permite, en estricto sentido, su estatuto legal, y participar activamente en política.
El dirigente eclesiástico fue, sin duda, demasiado lejos en sus demandas y en su pretensión de imponer a las autoridades civiles el deber de actuar en acatamiento a los ``derechos divinos''. El discurso del arzobispo obligó a recordar épocas pasadas en las que la Iglesia católica esgrimía intereses de Estado para intervenir en la política mundana, generalmente en el bando perpetuador del oscurantismo, la desigualdad social, el atraso, la opresión y la ignorancia. Era lógico, en consecuencia, que sus declaraciones provocaran reacciones acaloradas y contundentes.
Nadie, en México, cuestiona el derecho que asiste a cualquier ciudadano, religioso o no, de tomar partido en asuntos políticos. Pero reclamar tal derecho para una asociación religiosa es socavar el equilibrio legal que norma, desde el sexenio pasado, las relaciones entre las iglesias y el poder público. Por otra parte, las prerrogativas ante el poder que Rivera Carrera querría para su iglesia atentarían contra la pluralidad de la sociedad mexicana, presente también en lo espiritual, y resultarían nugatorias de la libertad de creencia a todos los afiliados a cultos no católicos.
Por su parte, la Dirección General de Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación respondió a las afirmaciones del arzobispo metropolitano con una actitud sin precedentes: poniendo sobre el tapete las sanciones que la ley establece para las asociaciones religiosas que no la acaten.
La súbita tirantez entre la jerarquía eclesiástica y las autoridades civiles encargadas de normar y sancionar las actividades de los diversos cultos -tirantez que se reflejó de inmediato entre las bancadas parlamentarias de los partidos políticos, con priístas que suscribieron sin más la posición de las autoridades y panistas que se adhirieron a los reclamos arzobispales- viene a constituir un foco adicional de indeseable e innecesaria tensión política en un momento en que el país requiere concentrar sus esfuerzos en asuntos de mayor relevancia y urgencia, como contrarrestar los terribles efectos de la crisis económica, mantener la paz y preservar su soberanía. En esta circunstancia, cabría esperar mayor prudencia y moderación, tanto de los dirigentes católicos como de las autoridades.