Característica notable de la modernidad es rechazar a Dios como jefe de Estado. En ese sentido, las audaces afirmaciones del arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, antes de calificarse de ``teocráticas'' merecen un análisis.
Se decía que sus declaraciones irritaron a altas esferas gubernamentales y que había sido presionado al repliegue dados los escándalos internos del caso Shulenburg y las acusaciones contra el ex presidente Salinas por parte del semanario arquidiocesano Nuevo Criterio, desautorizado por el propio jerarca. Tal hipótesis pareció corroborarse cuando Rivera se impuso un silencio y seleccionó como interlocutores a periodistas y medios ``bien portados''. Tanto por los contenidos como por el tono empleado el domingo en la catedral metropolitana, tales conjeturas parecen venirse abajo con el reestreno de un estilo directo, claro y duro que asumió desde su toma de posesión, hace poco más de un año, y que contrasta con la antigua generación de obispos como Corripio, Shulenburg y Prigione a quienes había que contextuar y leer entre líneas.
Los planteamientos, reaparición y amplia difusión no son casuales y sus afirmaciones tienen tal magnitud que podrían ser los ejes programáticos de su periodo al frente de la arquidiócesis. Usando como trasfondo un pasaje del evangelio en que Jesús afirma: ``Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios'', analizamos tres afirmaciones:
a) ``Cuando la autoridad se sale del marco legal desde donde puede y debe gobernar, no hay obligación de tributarle obediencia''. Más que resaltar el espinoso tema de la desobediencia civil, parece clara la toma de distancia de la Iglesia frente al gobierno. La actual correlación Estado-Iglesia permite a ésta no caer en la ``trampa'' de ser acusada de ``colaboracionista'', como tampoco de ``rebelde ante la autoridad''. La Iglesia --parece decir el prelado-- si bien experimenta las tensiones y contradicciones de la sociedad, tiene identidad y proyecto sólidos y, a diferencia de la actual administración, conciencia clara de su irreductible especificidad, fruto de una larga herencia, a la que no está dispuesta a renunciar.
b) ``Podemos concluir que (la Iglesia) puede y debe meterse en política''. Sin duda esta afirmación, lugar común entre la clerecía, es la más polémica. Prescindiendo, por el momento, de un enfoque coyuntural y legal, tanto el mensaje evangélico, como la acción de los cristianos y de la Iglesia tienen una dimensión social y política. La Iglesia en la edad liberal ha tenido la paradoja de participar en política con derecho propio en el contexto de la pluralidad enfrentando con rudeza la agresividad laica que ha pretendido extirpar a Dios de la sociedad como un viejo tumor maligno. Siguiendo a la estadunidense Flora Lewis: el verdadero problema de la relación religión y política es la democracia. Pasa a segundo término comprender si fe y política son irreconciliables; lo importante es saber si democracia es compatible con una religión que ambiciona dirigir la política, como en la Edad Media o en los actuales integrismos islámicos; o por el contrario, con la política que intenta manipular o suprimir lo religioso, como sucedió durante las experiencias comunistas o las dictaduras sudamericanas que demolían todo en nombre de una sociedad occidental y cristiana.
c) ``Y recordando a la autoridad civil que sólo tiene poder para legislar en favor de los derechos y los deberes humanos sin oponerse a los divinos''. Esta es la afirmación más compleja de Rivera, quien ya había señalado que cada uno de ``los hombres debía poner la obediencia a Dios por encima del respeto al César''. Dicha tesis de raigambre tomista se basa en la doctrina de los poderes (el poder temporal debe ser sometido por el espiritual) y marcó la vida de la Iglesia desde el siglo X con el delirio de las Cruzadas hasta el Renacimiento. En el fondo, el texto deja entrever preguntas que el arzobispo se hace de cara a la sociedad respecto a la gestión gubernamental: ¿el Estado laico puede tener una ética política sin un fundamento espiritual ni de trascendencia? Dicho de otro modo, ¿el Estado puede ser legítimo al poseer una moral laica que prescinda de Dios? Estos cuestionamientos son los mismos del papa Juan Pablo II frente a la secularización occidental: la oposición de fondo de una Iglesia que percibe el naufragio de los valores de la modernidad. En suma, los planteamientos de Don Norberto no son ni novedosos porque proviene de una larga tradición de la Iglesia que Emile Poulat denominó ``catolicismo intransigente'', es decir, aquella concepción que no acepta reducirse a un dominio exclusivamente religioso separado del resto del espacio social y de la actuación política. Más que una provocación o un desafío, estas posturas constituyen ejes centrales que regirán su quehacer pastoral, social y político.