Ugo Pipitone
Leer a Bruselas
Una muchedumbre asombrada por su propia extensión. Cuenta más el número de participantes que el grito, los gritos, la fiesta cívica. Es una manifestación luctuosa por los niños sacrificados en nombre del descuido, la anestesia moral de todos y las responsabilidades específicas de algunos. Es Bruselas --escenario para que un pueblo manifieste su desconcierto e ira contenida frente a la violencia adulta sobre los niños.
Desempleados y banqueros, jóvenes y ancianos, mujeres, hombres, niños, pensionados e inmigrantes. Todos ahí en calles y plazas a probar algo. ¿Pero qué? Conservadores, protestantes, valones, socialistas, flamencos. Es un revoltijo. Inevitable cuestionarse acerca de esa cosa nueva que toma la calle pacíficamente, sintiendo la necesidad de advertir a las autoridades que en el futuro próximo podría no ser así. Una especie de monstruo de mil cabezas que acaba de enviar un mensaje a alguien que deberá ser interpretado. E interpretado por todos: remitentes y destinatarios.
Bélgica, con su enorme desempleo y sus líos de corrupción política condimentados con el desequilibrio de las finanzas públicas, tal vez era el escenario mejor. Y es aquí donde se realiza la manifestación más concurrida en el último medio siglo de historia nacional belga. Es como si de pronto millones de individuos hubieran sentido la necesidad de redescubrir las razones de su ser nación. Quisieran convertir el dolor por pérdidas irremediables en un acto de dignidad de todos. Una especie de ``nunca más''. ¿Pero dirigido a quién o a qué?
Estar juntos en la calle es una forma de recordar cosas que de vez en cuando valdría la pena conservar, como por ejemplo que es la gente, la sustancia última de sus aciertos y desgracias. Exigir severa y silenciosamente al Estado que cumpla su deber en el castigo de los culpables, es la forma de canalizar hacia afuera una angustia toda interna. Una voluntad de más peso de la sociedad, y una oscura necesidad de consuelo ritual.
Una pregunta revolotea entre las cabezas de los belgas. Intentemos darle una voz a sabiendas del riesgo de banalización. ¿Hasta qué punto la libertad individual puede ser aceptada como valor supremo de individuos y grupos? ¿No existe una especie de ``derecho natural'' a la subsistencia colectiva y a alguna forma de autoconsideración. En un sentido simplemente definitivo, aquello que una sociedad hace a sus niños, hace a sí misma. En Bruselas acaba de ocurrir un rito tribal de desagravio, una liturgia pagana de asunción de responsabilidad y de compromisos. No lo permitiré más, eso dijeron los belgas reunidos en su capital. Y que el Estado se las arregle para que esta voluntad mía sea cumplida. Este es uno de los mensajes de Bruselas que, incluso sin ayuda de Lyotard, se prestan a una casi inmediata descifración.
El otro es un mensaje de peligro que abre, al mismo tiempo, una posibilidad feliz. El peligro es que la ``plaza'' se suponga en derecho de regresar a las fuentes primigenias de la democracia, para reapropiarse de facultades que ejercerá de ahora en adelante, directamente. La venganza se comerá fría, caliente o como sea. Pero una cosa es segura, sobre ella no se construyen instituciones confiables. Las democracias primarias necesitan demagogos, ritos de religiosidad carismática, agresivas culturas de unicidad. Una democracia de iguales expulsaría de sí, en sucesivas búsquedas de pureza, a negros, mujeres, niños, desempleados y sepa dios a quiénes más.
Pero plaza puede significar otra cosa: deseo de contar y medir distancias entre voluntades e instituciones existentes. Reivindicar el derecho a fiscalizar las acciones del Estado. Plaza puede significar revoltijo de razas, colores, culturas. Tránsito a formas más civilizadas de convivencia entre aquéllos que vale la pena que convivan, los diversos.
La plaza de Bruselas aún no define su ultima ratio. De un lado están los líderes que consuelan a las masas por sus impotencias, y aseguran justicia expedita y severa. Del otro está la democracia, con sus masoquismos recurrentes, sus imperfecciones, dudas y problemas irresolubles. Leer a Bruselas no es operación obvia. Acabamos de recibir un mensaje que, tal vez, sus propios emisores no podrían decodificar fácilmente. Algo nuevo acaba de ocurrir y vale la pena registrarlo.