Rodrigo Morales M.
Negociar bajo presión, el formato

Que los actores políticos negocien bajo presión y contra el tiempo parece ser uno de los rasgos distintivos de nuestra transición. Tanto partidos políticos como autoridades aparentemente comparten cierta adicción por el peligro, cierta afición para trabajar arreglos justo cuando se está en los extremos, cuando las negociaciones alcanzan su máxima complejidad, cuando votos y vetos tienen su precio más alto, y cuando el tiempo es un bien escaso.

Dicho formato, sobra decirlo, resulta las más de las veces incomprensible para los analistas; si se pudiera ubicar a un beneficiario de las negociaciones contra la pared, podría tener cierta lógica la recurrencia; sin embargo es difícil señalar a alguno de los contendientes como el que usufructúa con la presión. Acaso se podrá alegar que esa presión es precisamente una de las características esenciales de la política, empero, sospecho que existe cierta afición particular por estirar al máximo las tensiones, sin necesidad de ello en todos los casos. Los resultados por lo de más no siempre han sido óptimos.

Chiapas es un ejemplo reciente de negociación bajo presión; el otro, es el tema de la reforma electoral. A diez días de que culmine el plazo legal fijado para contar con la reforma, partidos y autoridades han entrado a la fase terminal de la negociación sin compartir, al menos públicamente, un diagnóstico de los avances. Ello puede formar parte del repertorio negociador. El hecho es que los nuevos ordenamientos electorales deberán culminar, o coronar mejor dicho, el trabajo de acercamiento de casi dos años. Y la vara para medirlo será tan alta como el consenso logrado en las reformas constitucionales. Por absurdo que parezca, porque hablamos de política, si la unanimidad se pierde, la lectura dominante será de que la negociación fue un fracaso con todas las implicaciones perversas de cara al proceso federal del próximo año.

Si eso se quiere preservar, el resultado de la negociación podría tener como valor implícito la conservación del consenso, lo que no es menor. Un acuerdo entre todos los actores, que los vuelva corresponsables del desarrollo de los comicios, sería una gran noticia. Pero si los partidos han dejado de ser los únicos actores en disputa, hay que decir que las nuevas leyes reglamentarias que se discuten deberán desplegar también la incógnita sobre la calidad de los nuevos espacios que se abrirán para la participación política de fuerzas no organizadas en partidos políticos. Qué tan incluyente o no será el nuevo sistema de partidos, es un punto que puede ser vital para, por ejemplo, ofrecer nuevas pistas al conflicto chiapaneco.

Adicionalmente se deberán nombrar nuevas autoridades electorales que den garantías de imparcialidad a los actores políticos, que sean lo suficientemente eficientes y responsables como para llevar los comicios a buen puerto, además de ser capaces de desplegar la autonomía política que tras el diseño institucional se reclama. Finalmente que terminen de institucionalizar a los organismos electorales, de tal modo que lo electoral, al menos en la dimensión procedimental, pierda interés, y los debates públicos se centren en los temas sustantivos de la competencia entre partidos. La apuesta es abrir cauces al debate ciudadano, electoral, sobre los grandes proyectos en disputa, dejando a salvo el debate de la legalidad.

Tan simple o tan compleja deberá ser la aportación de la nueva reforma electoral.