Elba Esther Gordillo
Una educación con sentido humano

Entre los cambios que ha experimentado el mundo en los últimos tiempos, sobresale el replanteamiento del papel del Estado, que se ha traducido en la disminución e, incluso, la cancelación de políticas públicas dirigidas a la atención de las necesidades sociales y los intereses de los ciudadanos, mientras el mercado circunscribe su acción a las zonas que responden a la lógica de la rentabilidad. Entre la retracción del primero y la selectividad del segundo, queda un amplio escenario social sin cobertura.

Distintos diagnósticos realizados en los últimos años por organismos multilaterales --el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la Organización de las Naciones Unidas para la Infancia, la Comisión Económica para América Latina y el Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros-- muestran un alarmante escenario social que ha afectado, principalmente, a los niños, los jóvenes, los indígenas y los discapacitados, que no acceden a las condiciones del desarrollo social.

El panorama es preocupante, no hay desarrollo económico sin equidad, ni consolidación de la democracia sin justicia en su sentido más pleno; ni moralidad pública sin una revaloración de lo humano y de la vida en sociedad.

Pero frente a estos datos inquietantes, se alzan, esperanzadoras, múltiples iniciativas, esfuerzos que irrumpen y se extienden en los espacios más diversos; en la India, donde las mujeres se abrazan a los árboles para evitar su tala; en Europa y América, donde los médicos traspasan fronteras para rescatar a las víctimas de desastres naturales o afectadas en su salud con motivo de conflictos civiles; en China y en Francia, donde organizaciones que defienden la ecología se han movilizado para lograr la suspensión de las pruebas nucleares; en América Latina, donde grupos cívicos defienden los derechos humanos.

Experiencias que son la afirmación de un patrimonio humanista, de la presencia de valores y principios: la solidaridad, un sentido de responsabilidad personal que se dirige hacia los otros, aunque sean desconocidos, la defensa de la dignidad humana que entraña el rechazo a la desigualdad, la violencia y la opresión... una cultura cívica, una cultura democrática.

Sólo en la democracia es posible lograr un equilibrio entre el bien común y la libertad individual; entre la iniciativa particular y los derechos colectivos. Sólo en la democracia es posible compaginar los intereses legítimos de mayorías y minorías, y avanzar en el reconocimiento de derechos y garantías para las mujeres (mayoría marginada), los niños y los grupos étnicos (minorías silenciadas).

Sólo en la democracia es imaginable encontrar los mecanismos para garantizar la libertad de investigación e innovación científico-técnica y, al mismo tiempo, desarrollar el debate contemporáneo sobre ética, derechos humanos, respeto a la vida y la dignidad humanas, y con respecto a la conservación de los ecosistemas.

Sobre estos temas, vitales y sentidos, debe tratar la educación cívica, parte fundamental de una educación humanista. Una educación que se enseña y aprende más allá de la escuela, que se extiende desde la familia hacia los diferentes ámbitos de la sociedad a través de los medios de comunicación y los diferentes espacios de organización y convivencia que se vive y se comparte cotidianamente, en las fechas memorables y en los días de trabajo.

De todo lo anterior se desprende que la educación cívica de hoy para el futuro, es un terreno de exploración y experimentación colectiva. Una práctica imposible de reducir al texto y a la memorización de fórmulas, porque implica debate, conversación, intercambio de razones y diferencias, pero siempre guiada por la tolerancia y la responsabilidad comunitaria, social, nacional. Con razón Albert Shanker --quien era hasta hace unos meses presidente de la Federación Norteamericana de Maestros y quien libra una dura batalla contra la enfermedad, en lo cual los maestros del continente lo acompañamos solidariamente--, propone evitar la falsa dicotomía entre ``contenido'' y ``proceso'', ambos son importantes. Hay que desarrollar la capacidad de pensar, de elegir, pero no hay que desestimar los contenidos: enseñar el ideal de la democracia y los derechos humanos que animan a los pueblos de diferentes orígenes y culturas; recuperar el pasado y enseñar a amar la libertad.

Esto implica acompañar la comprensión y el respeto de nuestra historia, nuestros símbolos y las tradiciones compartidas --el amor a México simbolizado en la bandera y el himno nacionales; en los hechos históricos que forman nuestra memoria; en los héroes que representan el esfuerzo y el sacrificio de millones de hombres y mujeres para forjar una nación libre e independiente--, con el ejercicio de prácticas democráticas en el hogar, el aula, la sociedad y el gobierno.

Una educación cívica para la democracia, el respeto a la dignidad de todos los hombres, la estricta observancia de los derechos humanos, la igualdad entre hombres y mujeres, los derechos de la infancia, la solidaridad entre los pueblos y la conciencia ante el deterioro ambiental. Es la educación cívica, así entendida, espacio privilegiado desde el cual se pueden internalizar los valores democráticos.